Me extraño yo mismo, pero todavía me queda un asombro sin
orillas en la vida, lo conservo y me alimenta como una categoría de lo
cotidiano. Paso tras paso desde que voy comenzando cada nuevo día, eso es ya un
valor incontenible porque me sigue gustando mucho al comenzar, que las mañanas
tengan la cotidianeidad que supone ninguna revolución, pues no la hay tan
profunda como la de las cosas cotidianas y nada es tan sensato como repetir,
cada día, algunos pequeños gestos.
Pues me asombro y me entusiasman esos gestos. Aún conservo y no quiero perderlo jamás, la infinita capacidad que debe tener el ser humano en el camino hacia el aprendizaje. Ayer mismo, bien temprano, llené un largo tiempo en un aula informática, yo que llevó bastantes años ya delante de un ordenador, atraído porque la magia de un teclado que me ha llevado a la posibilidad de poder decir lo que pienso a los demás. Nunca he considerado, ni mucho menos cuantificado hasta donde llegan esos “demás”, los pocos o los muchos que sean, son suficientes para mí.
Pero como os decía, al comprobar que mis conocimientos
informáticos no eran suficientes para componer desde el área del símbolo de la
manzana de Apple para con las posibilidades de un iPhoto, singular y único, aprendí
a ser capaz de componer mis propios álbumes digitales, organizarlos y
seleccionarlos antes que desde la nube, en streaming, permitiera desplazarlas
de un dispositivo a otro sin cable alguno.
En el aula de esta mañana, one to one, cada uno, desplegábamos sobre la mesa con ordenadores propios o ajenos eso tan hermoso que aún me queda en la vida. Nunca me haré viejo, os lo aseguro, mientras me quede una capacidad de aprendizaje porque se aprende mientras se vive y además cuanto más aprendes menos temes.
Es curioso que terminé el día también en otra aula de
aprendizaje: allí juntos, alumnos de tan variada edad, que merecíamos la
categoría de alumnos para toda la vida. En una clínica Psicoanalítica, una
escritora, Pepa Úbeda contaba a los presentes cómo y por qué había escrito “Una
mentira de fábula con guisos y vinos eróticos para enamorar.” Curioso libro
donde parlamentan y combinan los personajes de sus relatos cocina y erotismo,
en el mejor sitio, como ella dice “con ejercicios táctiles por debajo del
mantel y visuales por encima.” Cómo es posible desde una “ostra revestida de
tocino ibérico”, llegar a “una explosión de chocolate caliente sobre fresas en
su jugo.” Terminamos la sesión con la cata de un vino del país.
Me asombro de todo ello y quiero participar en tantas cosas
que por eso me lamento muchas veces que me quedo corto, que no llego. Lucho
contra el tiempo, contra los años, contra las limitaciones que cercenan a veces
mi cuerpo porque la experiencia quiero que sólo me sirva para aprender más
cosas. Quedarme entre las de cada día, asombrado, aprendiendo como quien sale
de una frase pero se queda aún en la vida.
Entre el ruido de los besos y la risas propias y ajenas
porque todavía el futuro me despierta emociones, me cautiva y me asombra.
Quiero empezar cada mañana con la única llave válida para acceder a la
sabiduría que es el propio deseo de saber. No me sirve únicamente la escena
diaria, doméstica, del reparto de recuerdos. Quiero la pupila dilatada de aprender
algo en cualquier sitio. Tengo como mi propio icloud por donde poder
desplazarme para andar recogiendo desde el bisel literario de la palabra, de
voz en voz, de gesto en gesto, de novedad en novedad.
Por eso conservo intacta mi capacidad de asombro. Busco un
poema apropiado para cualquier situación. Me
sentí cómodo en los dos actos donde estuve ayer, bien distintos, ambos
aleccionadores para recoger el placer que allí había. Si uno lo deja pasar, lo
pierde para siempre. Penetro cada día en mis búsquedas y a la vez me absorben
como si fuera un engranaje perfecto entre el placer de un hombre y una mujer.
Cautivo y asombrado a la vez por mi presente. El pasado, ya
dijo Proust que no solo no es fugaz, sino que ni se mueve de sitio. Lo dejo a
mis espaldas y sigo averiguando lo que puedo aprender hoy, sin prisa, casi
diría que con la perfecta armonía que tiene una mujer para quitarse el vestido
con la debida parsimonia.