Porque busco la dignidad de los finales, cómo terminar mejor
de hacer las cosas, cómo evitar dejar señales sin arreglo cuando tuvimos antes
la solución en nuestras manos. Pero es que la culpa, el darnos ahora cuenta, la
tiene como siempre el tiempo, lo deteriora todo, no se queda con el físico
únicamente, existe un cansancio junto a él y el error que supone hacerse
demasiadas preguntas, porque precisamente la perfección desaparece cuando uno
se empeña en preguntar. La dignidad debe estar, pues, en la parsimonia de que
hablaba hace unos días explicando mi forma, mis maneras en la lectura.
Es preciso, pues, curar las heridas hasta con lo que en la
vida ha tenido precio puta. Por eso escribo teatral, pero distinguido, me gusta
expresarme siempre con la sensualidad al alcance de la mano, con las palabras
lo más exactas posibles a lo que estoy pensando, a lo que estoy mirando. Con el
último libro de viajes en la mano, con “La huella jonda del héroe” de Montero
Glez., por ejemplo, “la sensualidad que se esconde entre los muslos de una
mujer.
Así escribo casi siempre, tampoco me precisa mucho que otros
me marquen el camino, me gusta desde siempre, la veneración a base de adjetivos
y metáforas lo más precisas que puedo. ¿Qué heridas tengo que curarme, pues?
Caramba, las de siempre y más ahora que cuesta más estar vivo, tener los
dolores entendidos, que te preocupas por llegar en mejor estado a los finales.
Te vas haciendo viejo, y el tiempo ya no pasa tan lento.
Pero por eso sigo y todavía, me arriesgo, hablo sobre todo
con mujeres que tienen cultura y canción, como si mirarle en ese caso los
pechos fuera un descaro cuando es una especie de gratitud. Sigo por la calle,
si es preciso, los tacones indecentes de una mujer. Tengo la ventaja que como
mis andares son muy a destiempo, pues me sobran las ocasiones, el momento.
Me puede la literatura como si fuera la mejor forma de
memoria y de deseo, una mezcla insistente a la que encima le doy rituales
personales. Ya dije que leo parsimoniosamente, me place sobremanera el libro
que tengo en las manos, pero arrastro por anticipado unos índices de excitación
al elegir el siguiente. Muchas veces hago trampas con ellos, irrumpe en la mesa
de novedades, o avisa en un suplemento literario ese libro que necesariamente
como si fuera un deseo de mujer, está esperando, una especie de aviso que me pega de lleno y no me
deja escapar. Hasta me apresura a terminar el que estoy leyendo y dejarlo ya de
cuerpo presente.
No sé cómo encontrar, pues, la dignidad de los finales,
curar todo lo que sea curable; no sé si hay que seguir haciendo como siempre,
como si tal cosa, si es válida hasta que acabe la materia prima con la que me
muevo porque sólo me hacen falta las palabras para los principios y me parece
que también para los finales.
No quisiera quedarme con ningún desaire. Ya sabéis mis
obligaciones con el cariño: querer hasta que me quieran, con mis ojos viejos
pero siempre encendidos, con la vieja esencia de las letras que siempre llevo
puestas. Mis sueños imposibles en el vértice de lo posible, así se encuentra
entre las páginas de los libros que han sido las partes de mi vida, los
matices, las caricias, hasta los finales.
He vivido a cuestas muchos años anclados a un andamiaje
demasiado inmóvil, los puntales por en medio en cada paso casi que daba. Sólo
supe emplear un mecanismo: luchar contra las dificultades para poder vencerlas
luego. Quizá podría servir como una curación total escribiendo, la mejor huella
que he dejado luego al ir abriendo entre palabras mías y hasta prestadas las
maletas cargadas de memoria.
Escribiendo me he ido curando hasta donde era posible de esa
especie de soledad que todos tenemos a veces y no le pertenece a nadie, ni a
los seres más queridos, o que tienes más cerca. Y curiosamente he contestado
los comentarios como si nos conociéramos de antes dentro del amplio edificio de
respuestas que siempre tiene un hombre que sólo las mujeres saben.
He ido dejando caer aquí pedazos de mi vida como se debe
hacer siempre, con lo más importante, la carga de sentimientos que traían. Me
olvidaré de cómo escribiré los finales que vengan. Quizá quienes me leen saben
que no soy más que un invento malogrado, esclavo de mis propias palabras.