miércoles, 31 de agosto de 2011
UN TIPO EXAGERADO DE MAQUILLAJE
Eso puede que sea el verano y de ahí mi rechazo. Me sobra más tiempo para pensar en mis desperfectos, mezclo los libros que leo con un desorden insoportable, me los creo menos, todos andan detrás de su maquillaje con un tono de piel que no es cierto, permanecemos más desnudos sin motivo y aunque procuro evitarlo llevo pocas prendas puestas, al menos, para disimularlo.
A las puertas de marcharme a mis rincones de siempre lo que ahora escriba tendrá una asimetría minúscula pero desconcertante con lo que quiero ser y lo que estoy siendo. Necesito pues, una pausa larga, un repaso que hasta se puede considerar prematuro sobre mí como una foto de mi vida pero que no captura la vida porque nadie vive nunca la vida que quiere.
En verano noto las horas poco apropiadas, las repaso y los recuerdos además de desordenados los alcanzo con la absoluta certeza de tener que callarme gran parte de las cosas que a estas alturas debía de haber dicho y no lo hice. A alguien le escribía hace poco –contestando a una falsa despedida- que a nadie le gusta contar las partes más dañadas de uno mismo.
Ya lo sé que debiera ser más positivo escribiendo, viviendo, me queda menos tiempo probablemente que a quienes estén leyéndome. Debo de buscarle una causa a muchas cosas y se lo achaco al verano, al verano mal llevado porque me empeño en convencerme a mí mismo que no puedo hacer mejor cosa que estar deseando que se acabe. El rechazo ajeno es lógico, son sus vacaciones, su mejor tiempo de ocio, la riqueza que aporta el descanso cuando uno se lo ha ganado.
Quizá es ya no me gano nada, únicamente mi felicidad puede que sea el silencio del dolor de Bruno Richard en ese amor que le dura tan solo tres años. Pienso en mi falta de ganancias por haber crecido en una religión de comodidades, por eso ni sé aprovechar estos días que se alargan por la luz y el calor que tienen y ni tan siquiera he salido a pasearlos, a ser como fui siempre aquí donde me encuentro ese amigo cordial de edad media, tocado antes de tiempo físicamente, pero que entre la gente era un beneficio compartido.
Todo esto va formando parte de mi zona más inasequible que no le cuento a nadie, ni aquí me voy atreviendo a hacerlo. Procuro que se aleje con las olas de mi mar de siempre con la tecla sup de mi Mac. A lo mejor es el precio que pago por tanta literatura a cuestas, me hacen daño los libros por quererlos tanto, por entenderlos como una manera de intercambio de los sueños. Ando además últimamente tan aficionado a los cuentos que coincido con Ángel Zapata, pienso que “el cuento sabe de la castración, de la pobreza, de la realidad y es –como el Eros platónico- hijo de la escasez y del recurso.” Pero además pienso que poseen una riqueza, una ética de la escritura, de decir en pocas palabras todo lo que tiene la gente dentro. Ese relato, ese mero “efecto” me apasiona, me deja a veces como tumbado para siempre, cual si me hubiera llegado ya el día en que me tengan que llevar a todos los sitios porque ya no sirva para otra cosa, sino para estar leyendo, para evitar como pueda que me duela de nuevo vivir otro verano.
Me vuelvo a casa, pues, como buscando un resguardo, a un sitio antiguo pero deseable. Le daré mañana bien temprano –en la última cura del verano, no si de éste o de todos los veranos- unos bombones, un pequeño detalle a Nuria, mi enfermera. Iré de nuevo como al comienzo, a ese principio tan hermoso que tienen las personas, ajenas a cualquier maquillaje, para ver si consigo hacer sentir que mi abrazo, o hasta simplemente pasar la mano puede producir un temblor que sea obra mía.
Vuelvo a casa, seguro como siempre, de no saber mantener ninguna promesa, pero intentado seguir escribiendo esas frases que tiene la ternura permanente, como si la vida no supiera a nada hasta que pueda volver a enseñar que el cariño que le des a alguien le devuelve una manera de vivir, renueva las ilusiones. Aun me puede quedar del fabuloso mundo de la nada de Mije, esa cita de Smits: “Envíame la almohada/ sobre la que sueñas/y yo te enviaré la mía.”
viernes, 19 de agosto de 2011
ALGO EN COMÚN
Han pasado los años, igual que un vicio eterno, qué se le va a hacer. Permanece una convivencia de puertas abiertas, de ocupaciones diferentes, de formas de estar solo pero con una esencial compañía. Alguien lo apreció y le dio el mejor calificativo que tenía: se os nota algo en común.
Ya no hay besos nuevos, tienen también el cansancio que en todo aporta la vida aunque se parecen mucho a los que nos dimos en el pasado. Siempre queda el roce de las manos, adivinar el mejor momento, los sueños inminentes pero que no llegarán, sentirse cada uno más propio y más del otro, eso debe ser tener algo en común.
Tengo una especie de rara compasión por todo aquello que el roce del tiempo hace peor a las personas o las cosas. Es la exigencia de la entropía como una medida de desorden del propio sistema, esa incertidumbre pero a la vez seguridad en el deterioro, hasta voy perdiendo fruto de la incuria, mi habitual cuidado.
Pero entendiendo peor como es cada cosa porque pienso mucho en cómo han sido, de ahí que tenga que cogerme enérgicamente a las posesiones actuales que me aportan fuerza y ánimo, a la búsqueda de esa comunidad con otro que da valor a cualquier convivencia y más si es la que has sabido elegir y mantener.
Todo es fruto de lo mismo. Recuerdo el acierto de las palabras de Domingo Villar en “La playa de los ahogados”: “-y no te preocupes ya por mí. Ya maduraré. No se madura, replicó su padre, sólo se envejece.”
Porque perdemos o nos damos cuenta cuando estamos en él, ese cálido escalón que podríamos llamar madurez. Ya ni la encuentro, ni la recuerdo. Quizá es que no existió, porque vino sin aviso la vejez.
Lo he explicado más de una vez, me trajeron una manera antes de tiempo, y mi forma de protesta, enérgica y cálida fue no hacerle sitio. Por eso reclamo comunicación, seguir siendo como soy, tener ese algo común con alguien. Ha constituido mi forma de prolongar las tentativas hacia lo mejor porque en esa prolongación está precisamente lo que más satisface.
Vivir en la vida es ser capaz de no negarle nada a la vida.
Con maletas siempre preparadas para el sueño que alguien me quiera mantener, esa cercanía, la posibilidad de compartir la vida diferente pero común. ¡Qué hermoso y qué difícil resulta casi siempre! Vale la pena intentarlo, puertas siempre abiertas como he dicho, aromas de café en cualquier sitio, manera de madrugar respetando el sueño ajeno, una capacidad de escuchar buena música para que desde ahí comiencen los buenos sentimientos.
Tapizar todas las paredes de la casa con los libros ya leídos y los pendientes de leer reclamando su momento. La comodidad que impone querer estar precisamente cómodo con alguien. Todo ese tiempo junto crea una manera de entenderse, hace que los demás se den cuenta que tienes algo en común, nada menos, con la persona que quieres.
Voy a ver si término de una vez el verano y recobro el sitio que más quiero, un hueco que es tan propio que nadie me imagino que lo ocupe. Voy a seguir teniendo certeza que junto con un necesario declive me mantiene mantenerme, porque quiero, a la fuerza, con una resistencia extraña que tenemos los que no nos dimos cuenta que íbamos a madurar y nos habíamos ya hecho viejos.
Donde me encuentre, allá a donde vaya, no dejaré olvidado ese coraje nunca. Mejor llevarlo puesto, casi desde la nuca, cual si fuera a ser el resumen de mi persona entera.
viernes, 12 de agosto de 2011
LA DEMOCRACIA DE LOS CUERPOS
La tiene el verano, sin malentendidos, como una admiración o una tolerancia porque el destino vendrá luego, es el arrastre del ocio, de la búsqueda desenfadada de la mayor cantidad posible de placer. Sin utopías. Hay además el descanso suficiente para una comunicación corporal rápida y certera.
Yo lo contemplo de lejos a donde quisiera acercarme para algo parecido, dar a entender, quizá, a una falta de ortodoxia como si mis maneras inventadas para el papel escrito al menos, fueran una forma aparte. Pero antes puse en ello, al crearlo, una capacidad de imaginación oculta, aparentemente enrevesada pero de la mano de algo sobre lo que quise escribir y el falso pudor me lo impidió. Cuando lo hice fue en una memorable privacidad, pero ha bastado para derrumbar la nostalgia detrás de su construcción o destrucción a base de latigazos, una sola palabra, listo, para darla por terminada.
En mis circunstancias podría ser una prolongación de los deseos, una multiplicación de tentativas, unas maneras extrañas y mal entendidas dentro del marco de la normalidad que siempre tuvo para mí, señales de vulgaridad.
Todo proviene probablemente de las veces que me pesa la soledad bien entendida: en casa, en la calle, entre los demás, en una fiesta, en cualquier sitio. Pesan los años y junto a ellos, las omisiones que traen, precisamente creo en el mundo de mi fantasía por no poder poner en práctica posibilidades inauditas. Pesa una madurez definitiva, tanto libro, maneras de observación en campo ajeno que me hacen pensar a lo mejor que debe ser así, pero no para mí, en absoluto para mí y más a estas alturas. Con este peso de los años.
Repasando ese propio papel imaginado pero prodigioso que fuera de su marco no me atreveré a contar, a pesar de dejar siempre a la mujer en el sitio más excelso; nada menos que siendo una mujer, me llena la palabra, me abre ese camino que no cuento que me llevaría a la vez al concepto de la culpa y a la vez del disfrute pleno. Es una adoración inevitable y justificada por la enseñanza que siempre me aportó a mi propia vida y por el deber de pregonarlo.
Cumpliendo órdenes personalmente como en un vodevil en el que me hubiera tocado el papel más humilde pero excitante, rigiendo, cómo no, esa democracia de los cuerpos que veo tanto este verano desde lejos, cada uno en su posición y en su conato. Debe aportarse en ese establecimiento casi publicable en los mejores estamentos sociales y sexuales unas normativas que producen admiración hasta en la lejanía.
Sin embargo, si yo expusiera una posibilidad enorme y altamente gratificante, partiría de las normas esenciales de saber de una mujer siempre, cómo se siente ella, nada más, parecido a una especie de sudor que uno puede hacerlo propio y venerable enseguida. La composición por extraña que parezca poco importa. Se trataría como una forma tan literaria y hermosa que lo mismo provocaba ejemplo.
Para mí serviría como una especie de creación que me conduciría a no sentirme solo jamás: el espectáculo de la admiración y la excitación ajena con algo propio, la publicidad necesaria luego de lo que fue cuando hizo falta a escondidas. No lo olvidemos, la imaginación en el sexo puede servir para el conocimiento ajeno, por eso estos días el verano me obliga a la observación y al silencio.
Al silencio propio, salvo alguna publicación atrevida y valiente que conduce a mi permanente espera y a incrementar mi deseo. Existirá siempre motivo –a pesar de las repeticiones- del cultivo más hermoso que tiene el ser humano: su capacidad de imaginación, su perfil hasta en los órdenes que pueden desconocer los demás.
Continúa el verano, su insistencia en la democracia que deben tener los cuerpos. Todos tenemos derecho a una de ellas.
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