Y en cambio no sabía que aquello que iba a escribir sobre lo mejor de este viaje a Nueva York, estaba en lo que aquí dejé. Y ya que tengo que dejar en este escritorio un post de despedida del viaje para que lo entiendan todos–vaya género más completo esta vez, todos-han sido quienes comentan mis palabras, mis esperas, mis pausas hechas adrede, con mimo, eso que no estropea a nadie, que me devuelve muchas veces la transparencia de los ojos al escribir para recuperar siempre el color que tuvieron. Será verdad que a los adolescentes les salvan los sueños como a los viejos la memoria. Yo acabo de vivir un sueño con una lentitud que ya no me dejaba tiempo, ahora que es memoria, para contarlo, para recordarlo.
Me gustó de mi viaje lo que me estáis escribiendo, vuestros comentarios, dos palabras, la misma confianza de hace años, el único y hermoso contacto de este sitio para expresarlo. Me gustó que me esperarais como una tarde alargándose, un tiempo de sobra, como prestado, para decirme cualquier cosa, más o menos a cuento. Qué más da.
Me gustó, sobre todo, esa especie de interrupción, de seducción entre la sorpresa y lo previsible; esa necesidad que hizo que me gustara la ciudad, las avenidas, las razas, la compañía de habla hispana cuando escuchaban tu lenguaje; conquistarlo con aquellos días, acumular así más defensas para la vuelta, maneras de estar más a gusto en lo cotidiano luego.
Me gustó de Nueva York la ternura con que hablé a quién quería, me tenía a mi lado y sin embargo empleaba con ella las vocales largas, el sueño de ese instante, todo lo que destilaba como propio, mi regreso al tacto enriquecido que lo tenía por ahí suelto, compartir en ese lugar sólido del mundo, su silueta, digna y justa.
He vuelto con lo propio, con lo de toda la vida, que resulta que va a ser la vida. Ese recorrido de seis días enteros para ver lo que era imposible ver fue una especie de pedazo de vida que sembramos allí y lo pasamos sin problemas por el control de Aduanas. ¡Oiga es todo nuestro! Es haber estado allí y querer volver con los años que tenemos como si fuera una hipoteca que pidiéramos para más de treinta años y que el Banco nos la diera por aquello de que habíamos vuelto más ricos, más jóvenes, con una llamarada que se nota enseguida cuando la tienes dentro hasta con los ojos apagados.
Os lo digo, me he traído del viaje como una prenda corporal para llevarla siempre; una posesión tenaz de seguir estando vivo. Voy a afrontar lo imprevisible con palabras comunes, como si fueran los pantalones vaqueros de siempre que envejecen, palidecen pero no encogen. Hablar de Nueva York será por mucho tiempo como esas declinaciones que me enseñaban en el colegio y se quedan grabadas para gastarlas como un cepillo viejo.
He venido como me fui: me sigo sintiendo atraído por las mujeres como dice Levé en su “Autorretrato” “con las sonrisas, con la conversación, con el afecto”. Por eso he entrado en mi librería de casi todos los días, con un post del Metropolitan de pegatina en la nevera, para mis dos amigas que me limpian a diario el estante donde tengo los libros apartados, esos que me esperan, ya son casi míos, recién salidos de las cajas de los distribuidores.
He notado la vida que dejé como la dejé: debe ser una cuestión de piel, de querer a mucha gente con la que no tienes que tener explicaciones; que anhelo lo mismo que anhelaba: una sensación continuada verdadera y sonriente, sin tener que hacer nada especial para estar siempre a flote con una sonrisa de viento favorable.