Instrumentos a utilizar: los libros son la mejor parte mía, me devuelven la fuerza vital que he ido perdiendo por el camino en mi cruel servidumbre al cuerpo. Ya me puede doler lo que me duela si estoy leyendo. Ese libro será entonces como dije una vez, mi tierra, mi barro, mi agua, mi deseo de una mujer. Y sobre todo, mis palabras, esas que pueden servirme un día para comerme el mundo.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
Mi deseo de tocar el mundo
Instrumentos a utilizar: los libros son la mejor parte mía, me devuelven la fuerza vital que he ido perdiendo por el camino en mi cruel servidumbre al cuerpo. Ya me puede doler lo que me duela si estoy leyendo. Ese libro será entonces como dije una vez, mi tierra, mi barro, mi agua, mi deseo de una mujer. Y sobre todo, mis palabras, esas que pueden servirme un día para comerme el mundo.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Me abandono a las palabras
sábado, 15 de noviembre de 2008
Necesito la dignidad de rogar
Ray Loriga cuando “ya sólo habla de amor”, pide al final esa dignidad de rogar que debe buscar siempre el hombre. Pues la necesito. Todos tenemos, en efecto, una cuenta de miserias pendientes, pero bastaría que no sólo se contabilicen las miserias y tuviéramos presente la hondura de los abrazos en silencio, de cómo me importaba cada vez más el aroma secreto de una mujer. He sido capaz de soñar demasiadas veces, al menos un instante, con las manos, las caricias y los besos; fui siempre un especialista de enfrentarme así al dolor y a las derrotas, las ignoraba, las dejaba aparte. He necesitado imperiosamente la inquietud del afecto sea cual sea el tamaño o el momento.
Voy a buscar, pues, ese ruego pausado y único en cada línea, con cada libro terminado. Que me devuelvan el éxito de la vanidad que tuve de besar con amor hasta en la calle, estoy esperando todavía que me quiera todavía más una mujer que ya me quiere, tengo en la memoria sus últimas palabras: sentir que te quieren y querer, y eso lo tenemos. Pues me basta imaginar el murmullo que debe tener la tela sobre su piel, por eso necesito en mi desconcierto que me cojan la mano y me calmen así el ardor de las largar esperas.
Que me quede al menos, pues, el sonido de las horas propias, estas que aquí, me permitieron repetir las cosas que hice bien, que saldría todo otra vez, al menos igual de bien o igual a secas, es bastante. En esas horas voy a rogar -habrá que hacer bien la lista, no dejarse nada-: mirar en la mirada de diario con los ojos de diario el momento que empiece la mañana oliendo a colonia tirando a buena; esa posibilidad tan humana de acoplarse a la perfección los cuerpos y las palabras, hablando o rompiéndose las caricias; acercarme a los sueños, esos que antes de venir, ayudan. Esas son mis horas propias, con una estampida tierna dentro, asumiendo el papel de novio de la vida impaciente y antiguo.
A lo mejor en esas horas y dentro de los más necesitados ruegos, tendré que rozar la punta de los dedos para saber de los nervios del otro y encontrar definitivamente la calma. Por ejemplo el amor de toda una vida o el polvo del siglo, una u otra o las dos cosas que viene a ser lo mismo. Qué infinita paciencia, mirando por las tardes una presentación de power point que a lo mejor viene a insistir en anhelos inútiles o en errores que no está uno dispuesto a confesar ni a rectificar.
Pues todo eso constituirá el cúmulo de miserias, aquí estoy yo, aquí estás tú, porque indudablemente -otra vez con Loriga- “la vida se le hacía insoportable sin una mujer en la cabeza.” Oye, Loriga, a mí también, chico, aunque sea para las horas de pausa, cuando ruegue, y ruegue lo que ruegue. Siempre en cada escrito tengo a rastras una inexpresable tristeza que tienen las cosas, pero sigo sujeto a la vida aunque os voy a confesar -con mi derecho al ruego- mi convicción y mi empeño.
Está claro que la vida no te suelta nunca, ni tú a ella, pero los días se me acortan de tal manera que los voy convirtiendo en media jornada. Imaginaros, pues, poder escribir sólo la mitad de lo que quiero; que de las caricias que lleva mi verbo sólo pudiera poner la mitad, y a mí me gusta igual que en el verso y en el beso, la boca entera, la mirada que perturba cuando llegas al final de estrenar las ganas.
Media jornada -me he dado cuenta- solamente por mi manera de abarcar la vida, comparado en cómo me apoderaba de ella antes. Quizá tenga suerte -ya sabéis que me gusta hablar de la mujer al principio y al final- y no tenga que mover un músculo, ni un ruego, ni una hora de espera o de pausa porque puede que sea -ya que dice que eso lo tenemos - del tipo de mujer que le gusta caer sola.
MORIR DE AMOR
“Lo único que me preocupa de morir es que no sea de amor” -le oí decir a mi padre al envejecer. Y fue justamente por entonces, recién terminados mis estudios, que tuve conocimiento de una leyenda ubicada en una aldea próxima a Mosul, en el Kurdistán, sobre una mujer, madre de una sola hija, quien le devolvió el favor de haber nacido dándole ocho nietos. Al último en venir -que se demoró 12 años del parto anterior, se le puso por nombre Gabriel, que significa “esposo divino”, en tanto que fue este el Ángel de la Anunciación y la Concepción. La abuela decía que Gabriel no era de este mundo, sino un enviado del más allá. Y así fue que se le fue tan pronto, como los elegidos, florecido recién.
En el Kurdistán iraquí es compulsivo incinerar los cadáveres y aventar sus cenizas en lugar de libre elección. Pero la abuela logró rescatar las de su nieto a tiempo, las disolvió en vino y se las bebió, enterrándose viva acto seguido. No encontró urna funeraria más adecuada para depositar lo poco que quedó de su Dios.
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En el reino animal supe después de la existencia del calamón, o porfirio, ave de la familia de los rapaces susceptible de domesticar y habitar entre los humanos y al que se tenía por celador y celoso del débito conyugal; de modo que, acogido en lugar ocupado por mujer que sale ventanera y no lo guarda, lo denuncia quitándose la vida. Se le conoce como el pet suicida.
Vivíamos entonces en Kirkuk -fronteriza con Irán y, puerta con puerta, habitaba una familia ucraniana que tenía un calamón. Empezó a mostrar éste signos de alteración de la conducta, descartándose de inmediato cualquier referencia a la santa esposa -mujer de vida monacal y todo un antídoto de la lujuria. Las sospechas recayeron en el vástago, por la más tierna edad que andaba, que escribía torcido y apuntaba hacia sendas que llevan al despeño y precipicio. Una mañana de domingo, cuando la madre entró a despertar al niño, encontró al pájaro -que dormía con él, inerte, cosido al pecho a picotazos y sin una gota de sangre en su interior. A lo visto no halló manera mejor de poner sobre aviso del peligro que corría el hijo de su señor.
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La historia de Nashibia es la de un amor de estrellas cruzadas, judía ella, palestino aquel por el que deliraba. Ocupaba el chico con su familia una tienda en Uasef -un acentamiento de refugiados árabes en el Líbano. Se veían al anochecer y a escondidas, sin ocultar el muchacho su condición, en tanto portaba siempre la jaifa en bandolera en sus encuentros con ella.
En un bombardeo judío de represalia, el acentamiento palestino quedó reducido a pavesas, sin que Nashibia pudiera siquiera guardar como reliquia rastro alguno de su enamorado.
Pasaron los días, los años. Y una mañana, temprano, cuando todo parecía haber quedado en olvido, la chica se encaminó, como de costumbre hacia el mercado de Benalua, tras haberse demorado más de lo común en el ajuste de su corpiño.
Se dirigió al lugar que sabía frecuentado por soldados israelíes en licencia y dónde se vendía droga. Y sin dar motivo ni preámbulo de especie alguna, rompió a llorar. Su porte candoroso movió la curiosidad de los militares judíos, que se acercaron a indagar. Y en el momento se vio rodeada por ellos, introdujo su única mano libre en el pecho y arrancó de un tirón la horqulla de la granada que portaba encorsetada, volando en pedazos junto a ella el corro íntegro de soldados.
Aún con el paso del tiempo -que dicen que arregla las cosas y trae las rosas, Nashibia no fue capaz de olvidar a su enamorado.