Amo dentro de
una cancha inmensa, propia y de ella, en
un país que nos hemos construido juntos durante una larga vida hasta llegar a
este incómodo momento de vivir con poco e intentar sufrir lo justo.
Pero a la vez
soy consciente que mi amor es incómodo a veces. No necesito la cercanía, casi
la exijo, y si es preciso la demando con cara de poder compensar a cambio con
un cariño a la vez insistente, hermoso, infrecuente.
No hemos tenido
interrupciones, hemos hecho entre los dos un amor a estas alturas de la vida
entre páginas nuevas de comprar tantos libros que se amontonan demasiado a la
hora de leerlos, pero que siempre han sido una hermosa compañía, rica, la más
culta, en esos intermedios en que la mano de uno busca siempre en el mismo
lugar la mano del otro.
Pero nuestro
amor es tan intenso que esa insistencia, esa necesaria cercanía ha hecho que en
ningún momento me haya cansado de lo que tengo cerca. Tanto me da madrugar para
que la mañana se me haga más hermosa, como las siestas con un libro abierto, con
las notas que voy tomando desde las señales que fui dejando en su última página,
las horas olvidadas, parando al mismo tiempo los relojes y los teléfonos.
No me canso ni
me cansaré nunca hasta que me quede el último momento de tiempo de aprovecharlo
junto a ella, disfrutado e inventado cada vez. Ocurrió desde el principio, hace
ya más de cincuenta años y sigue durando y mejorando aunque el paso del tiempo
me vaya llevando por un camino viejo. Me fallará la vista, dejaré de entender
lo poco que ahora entiendo, las pausas de salud serán cada vez más cortas.
Uno tiene miedo,
más que a la muerte, a una mala vejez, a la venganza que suponen la vida en los
hospitales. A que esa mala vejez me vaya haciendo perder la práctica de mis
mejores ilusiones. Jamás noté cansarme y ahora sin embargo hasta he perdido la
práctica del tratamiento de la albúmina de las viejas fotografías con un programa
de diseño gráfico. Y los estudios de una hermosa posición de una partida de
ajedrez.
Ya no le cuento
a nadie lo que estoy leyendo, como si mi lectura fuera mucho más egoísta y
menos civilizada. El lustre que para siempre te deja la literatura lo sigo
teniendo pero lo practico más propio, como escogiendo los libros más a
escondidas, descubriendo esas óperas primas que nunca encuentras en las mesas
de grandes superficies, llenas de las últimas novedades de novelas con cara de
best sellers prefabricados.
En el fondo ya
casi no necesito las novelas con muchas historias, prefiero aquellas que me
aportan la riqueza del lenguaje que todavía no había leído pero que casi no
tienen argumento. Me sigue encandilando
la prosa bien escrita y mejor inventada y aprendida luego cada vez que le tengo
que decir las palabras más llenas de cariño a la mujer que quiero.
Igual que no me
canso de lo que tengo cerca como he dicho antes, me sirve para no tener que
decir “cuánto te he echado de menos” porque mi propósito es tenerla de más
siempre, entre mis brazos.
Amo con esa
insistencia, con esa mala vejez, esa mala salud de hierro propia, particular.
Amo devolviendo lo que me dieron durante una vida entera. Amo admirando todavía
su belleza con la máxima dignidad, el mejor parecido de lo que siempre será una
mujer bella, deseada, tierna, a la que intento no dejar de estar a mi lado casi
nada, porque no puede ser nada.
¿Ha quedado
claro? Jamás tuve yo nada tanto. Esa es la verdad de mi vida, mi boca abierta,
mi testimonio más real, el desino de dos personas que huyen despavoridas del
pensamiento para cuando falte una de ellas. Así he labrado mi vida junto a
ella, haciendo esa especie de surco que es capaz de reventar los cuerpos de
admiración y de cariño.
Así he entregado
mi tiempo, y así le reclamo el mismo a ella. Ambos hemos tenido tiempo en abundancia
y hemos sabido compartirlo.