martes, 14 de julio de 2015

AMO DOLIÉNDOME LOS HUESOS Y CON EL VICIO DE SER VIEJO



Amo dentro de una cancha inmensa, propia y de ella,  en un país que nos hemos construido juntos durante una larga vida hasta llegar a este incómodo momento de vivir con poco e intentar sufrir lo justo.

Pero a la vez soy consciente que mi amor es incómodo a veces. No necesito la cercanía, casi la exijo, y si es preciso la demando con cara de poder compensar a cambio con un cariño a la vez insistente, hermoso, infrecuente.

No hemos tenido interrupciones, hemos hecho entre los dos un amor a estas alturas de la vida entre páginas nuevas de comprar tantos libros que se amontonan demasiado a la hora de leerlos, pero que siempre han sido una hermosa compañía, rica, la más culta, en esos intermedios en que la mano de uno busca siempre en el mismo lugar la mano del otro.

Pero nuestro amor es tan intenso que esa insistencia, esa necesaria cercanía ha hecho que en ningún momento me haya cansado de lo que tengo cerca. Tanto me da madrugar para que la mañana se me haga más hermosa, como las siestas con un libro abierto, con las notas que voy tomando desde las señales que fui dejando en su última página, las horas olvidadas, parando al mismo tiempo los relojes y los teléfonos.

No me canso ni me cansaré nunca hasta que me quede el último momento de tiempo de aprovecharlo junto a ella, disfrutado e inventado cada vez. Ocurrió desde el principio, hace ya más de cincuenta años y sigue durando y mejorando aunque el paso del tiempo me vaya llevando por un camino viejo. Me fallará la vista, dejaré de entender lo poco que ahora entiendo, las pausas de salud serán cada vez más cortas.

Uno tiene miedo, más que a la muerte, a una mala vejez, a la venganza que suponen la vida en los hospitales. A que esa mala vejez me vaya haciendo perder la práctica de mis mejores ilusiones. Jamás noté cansarme y ahora sin embargo hasta he perdido la práctica del tratamiento de la albúmina de las viejas fotografías con un programa de diseño gráfico. Y los estudios de una hermosa posición de una partida de ajedrez.

Ya no le cuento a nadie lo que estoy leyendo, como si mi lectura fuera mucho más egoísta y menos civilizada. El lustre que para siempre te deja la literatura lo sigo teniendo pero lo practico más propio, como escogiendo los libros más a escondidas, descubriendo esas óperas primas que nunca encuentras en las mesas de grandes superficies, llenas de las últimas novedades de novelas con cara de best sellers prefabricados.

En el fondo ya casi no necesito las novelas con muchas historias, prefiero aquellas que me aportan la riqueza del lenguaje que todavía no había leído pero que casi no tienen  argumento. Me sigue encandilando la prosa bien escrita y mejor inventada y aprendida luego cada vez que le tengo que decir las palabras más llenas de cariño a la mujer que quiero.

Igual que no me canso de lo que tengo cerca como he dicho antes, me sirve para no tener que decir “cuánto te he echado de menos” porque mi propósito es tenerla de más siempre, entre mis brazos.

Amo con esa insistencia, con esa mala vejez, esa mala salud de hierro propia, particular. Amo devolviendo lo que me dieron durante una vida entera. Amo admirando todavía su belleza con la máxima dignidad, el mejor parecido de lo que siempre será una mujer bella, deseada, tierna, a la que intento no dejar de estar a mi lado casi nada, porque no puede ser nada.

¿Ha quedado claro? Jamás tuve yo nada tanto. Esa es la verdad de mi vida, mi boca abierta, mi testimonio más real, el desino de dos personas que huyen despavoridas del pensamiento para cuando falte una de ellas. Así he labrado mi vida junto a ella, haciendo esa especie de surco que es capaz de reventar los cuerpos de admiración y de cariño.


Así he entregado mi tiempo, y así le reclamo el mismo a ella. Ambos hemos tenido tiempo en abundancia y hemos sabido compartirlo.