lunes, 13 de abril de 2015

Inés



Nos separan sesenta y dos años, toda una vida y una generación por en medio. Eres mi única ahijada, unida con respecto a mí que soy tu padrino, es decir persona que es apoyada o protegida con relación a la que la apoya o protege.

He buscado en ti durante todos estos años que has ido creciendo en el mundo, verdades  comunes, de esas que ocupan un lugar en la vida, un tiempo, pero se quedan siempre. Y he encontrado una enorme capacidad de sentimiento en ti como si llevaras siempre un ramillete de regalo para con quienes se acercan a quererte.

De mí poco sabes, un enamorado de los libros desde niño hasta ahora en que ya la literatura me araña hasta los huesos de la edad. Aunque no sólo fue eso mi vida, también muchos años no sólo de trabajo, de esfuerzo y de recoger admiraciones de quienes me conocieron bien. Pero mientras quiero que tú seas, por esa enorme dosis de sentimiento que tienes, mi actual obsequio permanente, la manera de llenar todavía la botella medio vacía de mi vida cada vez que te encuentre.

He olvidado el desorden de tus gestos cuando eras más niña porque no estaba cerca para verlos, pero me ha quedado fija esa idea desde entonces, hasta ahora: cómo sientes. No dejes de hacerlo, no dejes de ser buena, aunque tenga su precio. Sé siempre cómo eres. 

Te dicen a veces que pareces como una gotera insistente para conseguir las cosas. Es preciso, porque si no, no se consiguen. Lo que cuesta, cuesta siempre, y uno siente luego la alegría de las respuestas a la insistencia.

En la vida, Inés, hay que sabes entregarse y tú sabes hacerlo con esa elegancia relajada de estar bien en todas partes. No tienes marcha atrás, vives la vida como una carretera de sentido único: querer a quienes te quieren. Es tu ropa de diario, la que te pones cada mañana cuando te vas al Instituto. Yo te veo, como siempre, desde lejos, mientras me ocupo de la práctica incómoda de la vejez.

Te das cuenta de ello cada vez que nos vemos. Me acuerdo de la otra mañana, bien reciente, en un banco de piedra, cara al mar del Mareny, mientras los tuyos estaban en la arena apoyados en su propia compañía, tú viniste a contarme, no sé, cualquier cosa, los trabajos que tenías para cuando volvieras a clase luego de las vacaciones. Lo importante fue ese rato sin medida que me dedicaste, frente al sol que yo estrenaba luego de días complicados.

Así me contagiabas, lo que tienes de sobra, esa hermosa juventud que yo ya no puedo tener. Tu contacto era sencillo y elegante a la vez. Yo puse un rato mi marcador a cero para sacar el dolor de algunos recuerdos apretados que te conté había escrito tantas veces. Me escuchaste con la devoción y el silencio que siempre se nota cuando se hace con dosis abundantes de cariño.

No sé cómo explicarte el haberme atrevido  a escribir sobre tu manera de ser. Me sobran siempre una esponja de palabras y ahora en cambio parece que me faltan. Apenas sé explicar ese rasgo de ternura con que miran tus ojos. Pienso muchas veces en ti y pensar en el otro es una manera de apropiarse de él. Pienso en lo angélico que tiene cada lado de tu rostro, la calidez de tu sonrisa. Ya parece que abandonaste tu manera de ser niña para aprender a ser mujer para captar deprisa una elegancia espontánea y verdadera.

Ves, no hacía falta explicarlo, se me desploman las palabras en las manos antes de llegar al papel, basta con mirarte, con conocerte despacio, con quererte. Tienes la suficiencia admitida de los gestos, tu generosidad cuando acompañas, cuando simplemente me llamas para saber qué pasa, cómo la vida me va desgastando, y esa compañía tuya, esa simple llamada, la va frenando.

En ningún sitio, Inés, está escrito lo que se puede hacer. Es el intento propio el que abre los caminos. Tu eres generosa al intentarlos y estoy seguro que en un día no lejano ya podrás ir contándome, lo que haces, tus maneras de esforzarte, tus éxitos, todo lo hermoso y duro a la vez que te va ofrecer la vida por tu gran capacidad de sentimiento.

Perdóname por dedicarte este vértigo inevitable de palabras. Tienen un único motivo, esa mutua capacidad de sentimiento, asombrosa, compartida. No te asustes si alguna vez la vida te hace daño. Te dará miedo el dolor pero forma parte de ella, tiene un precio pero una enorme recompensa.


Afortunadamente la literatura no tiene jubilación. Estaré mientras esperándote, con un libro en las manos y la mejor compañía que me ha acompañado siempre, a que vayas contándome, llamándome, queriéndome.