martes, 17 de marzo de 2015

LA FELICIDAD A SECAS


Sin más, sin hacer preguntas. Y al estar vivo estoy volviendo a los hábitos que tenía establecidos, elegidos con la misma capacidad de satisfacción de antes. Quizá me falte fuerza, la ilusión del descubrimiento, pero hay un rencuentro que debe ser eso, la felicidad sin preguntas.

Es curioso, no me cansan las repeticiones, se trata de apropiarse de nuevo de una calidad que cuesta de mantener en este aprendizaje de vejez. Abro así la puerta cada día a esa rica rutina que cuando no la tienes tanto echas de menos. Volver a ella se parece a una especie de amor imprudente hacia unas pocas cosas que uno aprendió en tiempos de partida.

Me estremecen las huellas que voy encontrando por la calle de mí mismo, mi entrañable barrio donde lo encuentro todo.  Pequeños cambios como si nuevos propietarios hubieran pintado a su gusto las fachadas. Pero me quedan todavía esos importantes sitios donde entro y se me reconoce, donde yo mismo sé decir las palabras necesarias, las que he utilizado siempre, las que bastan, las que los demás también necesitan.

Me duran más tiempo los recorridos, tengo una lentitud que he aprendido a la fuerza con el tiempo, pero a la vez enriquecedora. Aún llego todavía a la vida de las personas que siempre noté cerca. Mantengo la fuerza que me dieron las sensaciones que ahora así, con esta especie de felicidad que parece más escasa, me es bastante, sobre todo si no tengo preguntas detrás.
Todo lo que quería lo sigo queriendo pero de una manera más asombrosa por el miedo de poderlo perder. 

Noto, no obstante que llevo conmigo ese inevitable temor como sentado en un banco de la calle esperando a ver qué pasa, qué me descubren de nuevo que no corresponde con la envidiable perfección de una juventud que ya viví, que ya pasó.

Quiero a estas alturas simplemente, pues eso, que me dejen estar vivo porque con lo que tengo me basta, sólo necesito duración, como una especie de amor a la vida que necesita esa tranquilidad a cambio. Pero es difícil cada vez que cierro la puerta a cada día y la abro de nuevo, con esa mañana de la que sigo estando enamorado, con las costumbres creadas y así he escrito mi propia literatura.

Pero ya hasta mis palabras hacia fuera no hacen falta. Uno con los años tiene que admitir lo más duro de la propia caducidad: la falta de interés en oído ajeno. Por eso ya hasta un libro que me ha producido la enorme satisfacción de sus páginas entre mis manos y las voces para contarlo, ha perdido interés, hay como un egoísmo de lectura quieta, más propia, sin tiempo ni medida para contarlo a los demás.

Tengo el triunfo de una silenciosa compañía, la recuperación de cada camino repetido de antes, con sonrisas ajenas, como un recibimiento permanente satisfactorio y necesario. Pues eso a secas, me basta ya. Lo demás me parece como un periódico del día anterior.

Recorro mi presente intentando  tener la suficiente comodidad y conocimiento para sentirme tan bien como en mi casa más verdadera donde siempre tengo la suficiente luz o el sentido de la orientación de tantos años para ir a cualquier lugar y encontrarlo.


A secas con mis libros, con las personas que me leen si escribo cuatro palabras que tengo sueltas todavía. Con la necesaria resistencia para reclamar en cuanto me haga falta la felicidad de estar vivo sin hacer preguntas. Es como una orilla tierna que te deja la vida, un roce de la piel para obtener el mejor resultado formando así una milagrosa capacidad de recuperación.