martes, 13 de mayo de 2014

NADIE ME AVISÓ




 
Nadie me avisó de cómo iba a ser esto, de que iban a caminar sin compás alguno el deterioro físico con la intención, con el esfuerzo mental para tener mejor ordenadas las posibilidades del cerebro. También sufre daño la mente cada día, pero menos, o será quizá que constituye ya el único capricho que me puedo permitir.
Se lo acabo de leer  a Elena Medel: “nadie me avisó de madurar así, junto a la vida.” "Madurar era esto:/no caer al suelo, chocar contra el suelo, contemplar el pudrirse de la piel/igual que un fruto antiguo." Cambiaré de verbo para ser más exactos, nadie me avisó de envejecer así. Te viene más de pronto de lo que te imaginabas porque te resistes, no te lo acabas de creer, y luego sin embargo, cuando lo has aceptado quienes tienes más cerca, mejor saben de ti, más te quieren –quizá por ese motivo- ellos no lo acaban tampoco de admitir. Eres su antecesor y si nada sumamente grave pesa sobre ti, es que estás bien, casi como estabas, cuando fuiste poniendo los cimientos para que ellos llegaran al mejor espacio posible de la vida.

Tampoco me advirtieron que tenía voluntariamente que ir reduciendo mis posibilidades, las simples ganas de seguir haciendo las cosas que me más me ha gustado hacer siempre. No quieras aprender más, viene a ser. Lo que aprendiste, ya se quedó fuera de tu alcance. De todas esas cosas, uno lo ignora porque no estaba avisado, saben los demás. Haberlo aprendido antes. Me quejo, pues, de lo poco que sé, lamento lo escaso que ya aprenderé.

Las pausas, los descansos voy necesitando hacerlos mucho más largos. Y se puede cometer el error de dejar para mañana lo que no tenga mañana. Me dan pena tantos libros acumulados todavía por leer. No puedo perder la curiosidad de llegar hasta ellos, de saborear a medias con su autor su placer de haberlos escrito con el mío de leerlos. Sigo escuchando voces de bibliotecarias de casas públicas de lectura, que cuando reciben determinados libros, antes de ponerlos en la vitrina de novedades, saben que deben avisarme para poder leerlos. No puedo, les tengo que decir, voy un rato a ojearlos, a acariciarlos, a tenerlos incluso unos días en casa, como en tiempos de espera que no van a poder llegar.
Por eso el otro día decía que voy tan solo ya a acercarme para contárselo a los demás, a diez o doce libros inmortales, maravillosos, que llenen el tiempo que me queda, que impidan la tristeza de dejar tantos fuera, esperando eternamente.

Todo eso es consecuencia de que nadie me avisó “de madurar así junto a la vida.” Nadie me ofreció la manera de hacerlo sin que apenas se note, acompañados cuerpo y mente, disciplina propia y posibilidades, cercanías como si fueran sueños y distancia ya por el imperativo de los años.

Habérmelo dicho y me hubiera dado más prisa. No me sentiría así como un invitado amargo de mis propias posibilidades. Hubiera hecho más largos los momentos de felicidad, habría disfrutado más, no notaría ahora tanto las ausencias de conocimientos que no tengo tiempo de cubrir. No puedo reconstruir, ando escaso ya de medios y de memoria.
Ni tan siquiera por la pretensión sana de ganarle la partida al cuerpo, me saldrían tan mal las cuentas. Por eso, porque nadie me avisó y porque ahora si lo cuento no se lo acaban de creer.

Pero de todo ello, no obstante, me compensa percibir detrás del último libro que acabo de leer, del posterior aprendizaje que termino de intentar, el reconocimiento de personas capaces de entender mi esfuerzo y mi dedicación. Así es posible, sin que nadie me avisara antes, poder madurar junto a la vida con las personas que son inmejorable compañía para compartir su cariño y su sabiduría.