Con tantos años leyendo pensé que era difícil encontrar
la idea que vengo arrastrando entre miles de páginas ya, el intento para colmar
una vida: nada menos que existiera una librería que vendiera sólo buenas novelas. Hay
un sitio para cualquier actividad excelso, único, hay una cima difícil de
llegar, una certeza, una dimensión. La idea expresada por Laurence Cossé en “La
buena novela”, es precisamente esa: Van y Francesca se juntan para llevar a
cabo el sueño de sus vidas, montar una librería que sólo venda obras maestras,
seleccionadas por un comité de expertos, anónimo, ocho grandes escritores bajo
seudónimo.
Nada menos que “libros escritos para nosotros que dudamos
de todo, que lloramos por nada; años de trabajo donde los autores hayan
depositado, su dolor de espalda, sus crisis, su temor a veces a la idea de
perderse, su desánimo, su valentía, su angustia” ["libros que nos demuestren que
el amor obra en el mundo al lado del mal, muy cerca, a veces de forma
indistinta.” […”buenas novelas”, “libros que no eludan nada de lo trágico de la
condición humana ni de las maravillas cotidianas; libros que nos devuelvan el
aire a los pulmones.”]
Tantos años, tantos libros, tantas búsquedas para tener
entre mis manos esos libros. No desprecio el valle, el terreno que otros
siembran para llegar hasta allí, pero necesito la cima, cada vez, cada momento,
para decir esto es bueno, esto es nada menos que bueno, para esto sirve la
buena literatura, encontrarte a salvo en la vida y de la vida, en busca siempre
de la esencia verdadera. Ahí está, hay que encontrarla y luego dejarle sitio
para siempre en tus mejores horas, en la más amplia estancia que aún te queda.
Uno muchas veces busca las compensaciones para cubrir los
huecos que todavía tiene pendientes. La buena literatura puede ser una de
ellas, una fuente de placer, una alegría inagotable. No es ficción, es camino
para recorrer o vivir en él. Cossé me lo ha hecho ver a través de sus dos personajes.
Puede ser perfecta esa aventura que cuando se llega a ella puede uno
convencerse, era eso, era ese mi riesgo, mi posibilidad de perderme. El gusto
por la aventura, que se tiene o no se tiene.
Los busqué siempre, libros que estén ahí como seres
queridos. Todos lo fueron en cualquier momento: porque llegaron a mis manos
para formar parte del abrigo necesario que reclaman de cualquier ser humano,
paredes de una casa, préstamos que no devolveremos, como en un idilio perfecto.
Libros capaces al terminar de leerlos de provocar con
quién comparte contigo lo mejor que quizá sepas hacer, te pregunte, qué
sientes, qué sientes, cuéntame. Porque si no estaba sintiendo algo no me sirven, ni me entretienen, ni me distraen, ni
me quitan los malos pensamientos ni me devuelven el aire que me va faltando ya
o me enseñan las manera de ponerme para estar bien o casi bien.
Que me lleven a la noche despacio, sin aspavientos, hasta
quedarme dormido en la última página mal leída. Pero estoy seguro, no obstante,
que me volverá al día siguiente la energía para verbalizar de nuevo, para que
aquella metáfora de la mujer con un escote diez, se me escape letra a letra en la línea siguiente que me atreveré a
escribir.
Necesito que esa buena novela me proporcion la
calentura que no tengo, la palabra que me falta cada vez, en cada momento, la
memoria cobarde, perversa del instante, nada menos que del instante. Me hace
falta ya que cada libro me mate por dentro, sentirme luego en el equipo de los
elegidos, de los afortunados que encontraron su mejor oportunidad cuando casi
no me quedan.
Para eso tengo que apartar tanto libro que tengo y que no
leo, que no llego a leer porque lo peor de caer en la abundancia de coleccionar libros es que luego
hay que leerlos. Pues prometo las dos cosas, leerlos, pero saber antes con
certeza que son los buenos y dejar fuera el resto.
Y si no sé hacerlo, que me miren los libros, por favor, y
me digan soy bueno. Es fácil, un libro es bueno si ejerce, si te llama y te
espera, si te encuentra, te reconoce como buen lector porque siempre le
respondes cuando te dice, acércate, acércate.