No era fácil, nunca lo es, contar las cosas de uno, lo que formó más
parte de su vida sobre todo si tu sentimiento tiene más longitud todavía que
las palabras que usas. Tenía un bellísimo marco, y no sabían todavía aquellas
mujeres que me acompañaban, que me iban a oír –igual que estaba haciendo yo con
ellas- quién pensaba que yo era.
Les conté la verdad, no me situé a ningún nivel porque
siempre he detestado las alturas o porque nuca llegué a ellas. Era necesario
titularme lector, lo que he sido siempre, lo que jamás dejaré de ser mientras
pueda. Ese es mi ropaje, mi presencia, yo mismo no me comprendería sin un libro
en la mano y por eso reconozco, aunque pueda parecer un disparate, los libros que
no he leído y que no sé si tendré tiempo para leer. Ya un día me lo dijo
Josefina Aldecoa, ni lo intentes porque no lo vas a conseguir.
Hablé de mis antecedentes académicos casi como si fueran una
antigüedad, mi paso de la vida de estudio a la de un duro trabajo, que sólo
nombré a secas, me abstuve de decir que mi segundo apellido, años después,
todavía está estampado por los despachos ocupados por gentes que no me
conocieron pero que saben que siempre han sido ciertos en mí los versos de
Benedetti, “ser en la vida romero/sólo romero/que camina siempre por caminos
nuevos.”
Me los tuve que hacer más quietos, casi sólo mentales por
culpa de una consecuencia de mis largos caminos anteriores. Por eso arrastro
–no es preciso advertir aquello que todos comprobaban- lo que yo llamo con
ironía, usando mis antecedentes jurídicos- “cadera perpetua”.
No dejé de advertir ante aquella concurrencia, que los
mejores años de mi vida fueron como librero, aquella “Librería Romero” que ya
no tengo, con cómicos de madrugada como mis mejores clientes, mezclando en el
rincón del infierno con los libros del Index, las prohibiciones que caían sobre
Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre, André Gide con botellas de buen whisky,
conversaciones interminables para que mi madre le advirtiera a mi esposa que
pasaba las noches fuera de casa.
Aquellas palabras mías ni las había pensado, aunque era
lógico que nos las iban a reclamar a todos. Tuve eso sí, el derecho a hacer pública la
carta que crucé con Soledad Puértolas en Marzo del año 2000. La llevaba en la
mano, se la enseñé, la releyó, vi restos
de emoción por el motivo que ambos tuvimos al escribirnos. Mi gratitud hacia
ella puso fin a mis palabras.
¿Pero expliqué lo qué he sido? Creo que no, porque uno no
puede en unos minutos exponer con sus palabras, aunque intenté que acariciaran
como a mí lo hacen en cada libro que leo para cubrir mis silencios, mis tiempos
de espera que ya me impone la vida. Intenté recordar porque aunque hay que
vivir el hoy, que no puedes pasar página de todo porque no recordar duele y no
encontrar los recuerdos donde estaban aún duele más.
Quise, cada cosa propia que conté, dejarla en su debido
sitio con honestidad. No sé si lo logré, pero lo que si me hubiera gustado es
haber dado al menos la sensación de quién soy, que me quitaran la fachada que
ya empieza a molestarme, y eso que ya la llevo deteriorada hace demasiado
tiempo.
Pretendí explicar por qué estaba allí: por no perder la
curiosidad, por aprender algo más de los demás, parecido a cuando paso cada
página de un libro y un pensamiento, una imaginación ajena, me enriquece.
Aquellos “talleres islados” iban a ser una emoción nueva y
me vale cualquiera siempre, las emociones recién estrenadas. Me tocó también
hace demasiados años estrenar el dolor pero me alivia siempre recordar a
Ovidio: “Sé paciente y fuerte, algún día este dolor te será útil.”. En ello
estoy, en esa espera para la que hace falta mucha resistencia que tan bien
califica Jaume Cabré cuando dice que "las cosas han sido como han sido y,
si algo he aprendido en la vida, es que los hechos no pueden cambiarse por
deseos: hay que tomarlos como vienen. En eso consiste la fortaleza."
Con mi propia fortaleza para lo que dije y me callé, así
expliqué lo que he sido en esos talleres literarios de Menorca. Lo que no he
conseguido ser, lo acepto y me lo callé.