miércoles, 17 de octubre de 2012

LO QUE CUENTA DE VERDAD


En la vida de uno hay algunas fechas que te hacen detenerte y sin necesidad de hacer cuentas especialmente detalladas aceptas sin ningún género de dudas dónde está lo más verdadero y de más valor que has hecho hasta ese momento. Normalmente lo sueles rodear de alguna fiesta especial, las cámaras de fotografía se disparan sin que tú te des cuenta, pero eso luego resulta ser lo de menos, el suceso se termina, la inmortalidad de las imágenes que dieron testimonio, son sólo eso, imágenes, pero por dentro, dirigiendo la mirada y algunas palabras que se te escapan del fondo del alma a la persona con quién has venido viviendo una vida entera, -la cifra redonda de cincuenta años- te sientes infinitamente mejor de lo que pensabas que eras. Echas cuentas internas y sabes verdaderamente lo que cuenta.


No te engaña nadie, tú no eres capaz de hacerlo ni quieres, la vida no te miente, la vida lo confirma: he sabido elegir casi siempre, dando los pasos esenciales,  lo que estaba bien. No hace falta que te lo diga nadie, tú mismo, porque somos tan capaces de hacer tanto el bien como el mal, y la mayoría de las veces hemos elegido el bien. Te acuerdas de muchas cosas porque ya es mucho tiempo junto con alguien, nada desaparece, todo queda y a la hora de decirlo, no me tembló la voz, ni dejó de ser verdadera. Mi mayor deseo, mi más poderosa ilusión, es muy simple: estar con esa misma mujer con la que he construido una vida entera. Y cuando la tengo en algún momento lejos, cuando desde fuera, oigo el tic de la puerta al regresar a casa, me siento infinitamente mejor.

Me valen de verdad los libros que he leído, la mirada quieta que le he mantenido tantas veces, la casa grande y vieja donde crecieron nuestros hijos, la manera que tuvimos de educarlos y formarlos, así en este momento son humana y profesionalmente personas de alto nivel. Me vale la amargura, contra natura, de haber perdido a una hija con sólo 38 años, con una licenciatura en la Universidad completa y brillante, pero por la que tan sólo pudimos hacer una cosa: vivir con ella. No sé si se marchó antes de tiempo o en su momento, vivimos muchas amarguras juntos cuando la salud falla por el peor sitio que puede fallar. Me tocó especialmente a mí la tragedia de decirle a quién la trajo al mundo, ya no está, ya se ha marchado.

Lo dije, la otra noche, porque no era momento de callarme nada, sino de ser más hombre que lo he sido nunca, de estar honestamente con ese grupo de gente que se titula siempre como familiares y amigos. Supe, creo, saber dar las gracias a quienes más me han ayudado cuando en muchos momentos he sufrido quebrantos, quizás antes de tiempo.

No me he arrepiento de nada de lo que tantas veces he escrito, al final siempre tengo las respuestas de las personas sinceras que de verdad me han querido. Y no hace falta, por supuesto que sean públicas. Me llegó el dolor quizá demasiado pronto y también la necesidad de saber luchar, no me bastaba estar, sino contar con esa especie de resistencia que explicaba hace poco en qué consistía.

No sé lo que habré significado para los demás, pero tengo conciencia de no haberlo hecho del todo mal: he querido a quienes me han querido; no he dado en razón y medida por lo que iba a recibir a cambio, sino por la hermosa satisfacción que supone dar. Soy hombre de lectura lenta y a pesar de eso siempre ha sido abundante. Me entiendo bastante bien con el dolor, es una tremenda limitación, no me ha dejado seguir haciendo lo que era mi vida y mi profesión. Pero al dolor hay que saber aguantarlo y no reñir con él porque lleva razón, porque es más poderoso, tiene su importancia y su rigor, no debemos negárselo.

Todo junto, todo junto lo que he hecho, lo que he vivido entre las paredes de una casa y el amplio espacio de ella, tapizada de libros, me ha valido la pena, nos ha valido la pena a una mujer y a mí durante más de cincuenta años ya. Por eso para invitar a quienes esa noche queríamos tener cerca, mandamos tres imágenes, advirtiendo que entre ellas habían transcurrido esos cincuenta años. Desde un viejo negativo, abrazados como se abraza siempre al principio, luego había una señal de un enlace al que dimos el prestigio de ser para toda una vida. Y al final una imagen sin saber apenas que alguien estaba fotografiándonos, cruzando las miradas, uniendo así las vidas que hemos enlazado.

No podía callarlo, porque también es importante lo que piensan los demás: …uno mismo no es nada, uno mismo es algo que no merece la pena. Son los otros los que nos dan la medida de lo que somos"… (Soledad Puértolas)