sábado, 31 de julio de 2010

LE ECHO UN POLVO A LA EDAD TODOS LOS LUNES


amartinezfotografia.com

…aunque sea un mal polvo ya, y sigo conviviendo con todo lo de siempre: con la misma mujer que no se me hace vieja porque “cuando se está muchos años junto a otra persona, el otro no envejece” (Sergio Olguín); con la constancia que tienen los días en venir uno tras otro pues perder la cuenta de los almanaques ya no me importa. Le echo un polvo a la edad a ver qué pasa, mientras yo voy como de paseante feliz en un todo a cien y miro salir de casa a esas chicas que me gustan siempre, medio vestidas con las ropas que les regalaron sus amantes.



Y hoy tengo que venir adrede a explicar eso de la edad, lo que cuento tantas veces, luego diré por qué. Me resulta válido para pedir que me esperen hasta mi próxima mañana que tenga libre –esas del otro día- para no tener que hacer memoria de la forma que tengo de dejar un abrazo espléndido e irrepetible, pendiente; y cuando alguien nota mi palabra que se hace añeja, pues que lo sea; o una bolboreta revoloteando a mí alrededor viva de alguna manera siempre conmigo entre las letras, en esta mi vejez donde no hace falta un hueco sino que ya lo hay desde siempre y es especie de bella permanencia. Todo esto es una forma de echarle un polvo a la edad los lunes.


Una forma y una manera de hacerse así viejo: que no le sepa mal a uno estar mucho rato con alguien sin hablarse; a gusto, con ropa de andar por casa, quizá barata pero bien llevada; dejar de mirar antes de dar un beso; saber convivir con el verso de Ángel González “te llaman porvenir porque no vienes nunca.” Para qué quiero el porvenir, basta el tiempo de ahora, un hoy desgastado y hermoso con la ilusión de ir pudiendo contarlo luego.


Siempre tengo a mano los mismos recursos de hace tiempo: como si fuera la insistencia de la lencería blanca en un polvo verdadero; oler pronto a café recién hecho; hacer sentirse bien a una mujer aunque no me lo diga luego; ser capaz de crear una relación civilizada, compensatoria, cuando te das cuenta que la pasión de los cuerpos hizo ya las maletas hace tiempo, como es capaz de explicar en un cuento Patricia Esteban. No es fácil pero hay que intentarlo cerca de cincuenta años.


A la vez yo siempre he hecho lo que fuera necesario, como caricias distraídas y distantes buscando un cariño húmedo, vigente y permanente; sólo quiero eso imprescindiblemente que tenga una estancia verdadera, una idea plena capaz de mantenerla, como antes, con las maletas ya hechas.


Si es bien fácil, en el fondo se trata de que sea verdad que esto es un privilegio, no me cansaré de decirlo: saber qué cosas son verdaderamente necesarias y demostrar que llevo siempre la misma intención: no tener que volver, sino estar aquí ya para siempre. Hasta que vuelva a ser otra vez lunes, los lunes de los jubilados de las obligaciones que cuando eran imprescindibles las cumplimos, nadie tuvo que explicárnoslo. Un polvo puede ser saber decirle a alguien, como en ese cuento de Patricia Esteban de que hablaba, “ya ves, te voy a querer siempre por mucho que me joda.”


Es que hay gente que no sabe decirlo y tampoco hacerlo. Yo vengo manteniendo ya hace tiempo el margen que tienen las palabras del que me habla para poder conseguir así un hermoso lenguaje verdadero desde el principio, todas las veces que sea necesario, que pueda conseguirse luego un largo rato de felicidad del que tienes cerca, así, así vengo cumpliendo años.


Siento como una liturgia del cariño cada atardecer, lo busco en las cosas a mí alrededor, en la gente que me quiere para poder saldar así todas las cuentas hasta el lunes siguiente. Tengo todavía muchas cosas que contar hasta que me jubile de estar jubilado, pero no quiero hacerlo de todo aquello que ha constituido cualquier alegría de mi vida propia o ajena.


Pienso cada día en ese incomparable café de las mañanas, las cervezas frías, las rebecas sin botones o las blusas abiertas. ¡Qué pasa! Es lo que más me gusta, lo que me hace feliz o puede hacer feliz a alguien al leerlo, al buscar un abrazo o un hueco permanente, alguna cosa bella de esas que aportan señal de vida como la ceñidura sexual de los vaqueros, la literatura, la propia vida.


Y tendré que rebelarme, sin embargo, como una señal insistente, cuando hablas por teléfono con quien está simplemente representado a alguien y te pide enseguida tu nombre y apellidos, tu DNI, tu fecha de nacimiento y a lo mejor hasta el Nick con que llegué a estas páginas que nunca le he ocultado a nadie.


Y menos hoy que le echaré un polvo tremendo a la vida por ser mañana lunes y haber cumplido hoy, setenta y cuatro años de esa vida que es lo que hicimos y también lo que no supimos hacer.

GUSANOS DE LUZ


Por Correveidile

A Langreo no he vuelto desde que murió el papá, recién cumplidos yo los trece. En Septiembre, en el Cantábrico, la luz decrece, el día acorta sensiblemente y refresca; y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras como andando a tientas si no pulsas el interruptor. Y era entonces que empezaba yo a merodear por el jardín en búsqueda de luciérnagas, por los rincones por donde sabía que tenían su querencia, el pasto o la dormida.



De pronto, aparecía una cautelosa, me arrodillaba para estudiarla a conciencia, me hacía cruces de cómo, sin estar conectado a la red ni llevar pila alcalina alguna, brillaba de esa manera. Y la miraba asombrao, yo era todavía un niño.


Es la piel que les cubre, escamosa, metálica –me decía el papá, que refleja la luz ajena, del poniente recién o del interior de casa, de la luna o la noche estrellada. Mentira. Una más de las cosas que nos dicen de niños –de las que he perdido ya la cuenta y resulta luego no ser verdad, como los Magos de Oriente. Porque una noche sin luna, africana y en el rincón más oscuro y alejado del jardín junto al garage, descubrí una rutilante como una estrella.


Por si fuera poco, había luego de saber que a la luciérnaga se la tiene por buen augurio entre los hindúes, presagio de amores correspondidos. Pero llevo medio siglo que me tropiezo con una –y así me va; debe ser una especie a extinguir o ya extinguida, nos vamos quedando sin nada, sólo el odio permanece, no hay modo de acabar con él. También hube de envidiar su vida fugaz, porque mueren cuando truena.


De los veranos de langre, cuando aún me crecían los dientes, prevalece el recuerdo del misterio, para mí indescifrable, de los gusanos de luz.

sábado, 24 de julio de 2010

HASTA LA PRÓXIMA MAÑANA LIBRE


A lo mejor estos días leo como Pilar Adón…”para evitar mirar, hablar, tocar a nadie.” Porque aquí lo prefiero, qué remedio me adhiero al verano,  todo viene porque no soy capaz de abandonar el invierno, la casa, las cosas, los sitios de las cosas, los huecos que me ido creando para mí.



Aquí además pasa, porque estamos en verano, que el mar tiene una tiranía sobre los huesos, y el dolor ocurre y cuando ocurre su gramática le hace a uno sin remedio perder el equilibrio. Aquí además -repito- pasan todas estas cosas: estando más acompañado, con gente propia a mí alrededor, noto insistente, sin embargo, el aliento de esa soledad forzada que se fabrica uno porque posee el imperio de sus propios sentimientos y en esa soledad los maneja como quiere. Eso lo he explicado muchas veces.


Pero no quiero dejar de lado algo que me dijeron en un comentario a mi anterior post sobre este “mi segundo hogar”, del que en el fondo continúo hablando. Me dijo como volando sobre mis esencias una mariposa de tierras gallegas: “harás hogar de verano allí a dónde vayas.” Lo llevo puesto porque dediqué mucho tiempo de mi vida a crearlo honestamente, a ponerle el esfuerzo necesario para poder siempre decir, esta es mi gente, la relevancia que tengan se la habrán ganado ellos luego, pero yo puse, bien acompañado, la simiente, sino nada es posible, anda uno dando tumbos y su descendencia detrás también.


Necesitaré este entorno, una y otra vez, habré encontrado, esta ventana abierta porque me la había cerrado demasiado pronto la vida. En cada caso, hubo lo que hubo, de mejor o peor calidad, probablemente siempre por motivo propio, pero ni reniego ni renuncio, lo único que resalto es que en todo momento, aunque como anécdota de mi desenvolvimiento, me cae mal el verano porque como he dicho soy un poco incapaz de abandonar el invierno, lo echo de menos, hasta le alargo la mano a veces, entro en casa un rato cuando me acerco cualquier día, voy a ver si en la librería, ha llegado un libro que tengo encargado y me noto más propio para poder volver luego a estar bien con la gente que ahora maduran casi conmigo.


Eso hice el otro día, como queriendo recoger unas cosas que me había olvidado, y es curioso me vinieron de mi casa las mejores sensaciones: mi librería tenía la calma de una biblioteca pública; mi saludo a las personas que podían estar esperándome poseían a la vez el ruido de los besos por la sonoridad de encontrarse; recogí algún post ajeno, de esos que a veces aquí cuelgo, como siempre, con recuerdos del pasado que pudiendo ser comunes renuncio a ellos, no me sirven para nada, aún tengo presente.


Es curioso, ese rato que volví a estar en casa, recuperé la rutina, esa que siempre tranquiliza porque en mi caso vale, ya lo he dicho que me la trabajé mucho antes. Me gusta mi soledad pero también la convivencia como una apuesta balsámica en donde busco lo contrario de la lectura mezclada de los cuentos de Pilar Adón: mirar, hablar y tocar. Y no hay contradicción, estoy seguro que alguien me entenderá, soy carnaza para lo “imprevisto” de Tabucci que leía el otro día.


Llevo la autobiografía a cuestas, qué más da, si las palabras sirven para eso, para desnudar el alma entreteniéndome con el sexo antes, desde la imaginación más refinada hasta la forma más entera. Pero tengo bien metido dentro que como me queda poco tiempo ha de ser empleado todo, el tiempo de ahora, el que ya ha pasado para qué, si ya ha pasado. Contaré cada momento del momento, las heridas o las satisfacciónes que me causaron, lo que di o lo que me dieron, no me importa es una cuenta vieja y cerrada.


Mis mañanas de ahora, vienen de una forma de dormir hermosa y descarada: poca ropa, ancha cama que aparece debajo de un hermoso sofá, todo el ventanal de par en par abierto, casi durmiendo en la propia terraza, y el dormitorio para qué, debe ser para cuando no tienes sueño y te sobran pensamientos. Y de ahí parte la más hermosa mañana nada parecida a las mañanas del invierno –cada estación tiene su parte, su derecho, su rincón de empezarla-. Nada más bajo de la anchísima cama que egoístamente ocupo solo, luego tengo una mañana pegada a la orilla del mar, sin estrenar para nada, como esperándome a mí cada vez.


Dos cafés, la obviedad independiente de los relatos de “No hay terceras personas” de Empar Moliner y así voy acumulando los cuentos que contaré con los cuentistas en Septiembre para hacer que mientras vaya a ser verdad lo que dijo Bolaño: “…la verdad es que cada día estamos más vivos. Infinitamente viejos e infinitamente vivos."


Hasta la próxima mañana libre.

jueves, 15 de julio de 2010

MI SEGUNDO HOGAR

Siempre he dicho que no me gusta el verano, que manda todo él más sobre mí, hasta el calor no lo soporto y en cambio al frío le tengo apego para poder taparme como con una especie de segunda piel más tierna. No me gusta llegar hasta el verano, ir de aquí para allá y a eso le llamo a veces simplemente el encuentro familiar en un punto hermoso junto al mar que elegí hace muchos años para los míos y para mí. Un espacio de horizonte abierto donde la lectura es si cabe mucho más propia y cuatro líneas que pueda escribir para algún destinatario, éste suele ser la vida, nada menos que mi vida.



Pues no me gusta el verano y esta misma mañana, a punto ya de marcharme a ese segundo hogar -tan caro de mantenimiento pero que muchos españoles casi a la fuerza tenemos- que fue signo de ganancia y poderío y cuando con una pareja de ingleses lo intercambié con su única vivienda en Londres, se asombraban que en nuestro caso fuéramos personas cuyos ingresos eran un simple trabajo. No me gusta, no le saco el partido que quizá le debiera sacar; la playa, el mar los veo desde cerca pero apenas me acerco, el exceso de gente no me acaba de dejar ya ser yo mismo.


Y esta mañana sin embargo en una hermosa búsqueda que he emprendido de material literario suficientemente bueno para dedicar la próxima página web de literatura al género del cuento, del relato breve en su totalidad, he dedicado más tiempo del habitual a husmear por mi librería, por mi propio estante de libros pendientes de tenerlos en casa, he acudido con las referencias necesarias de la red, ojeando libros de forma insistente y azoriniana, y me he dado cuenta perfectamente que mi segundo hogar, para llenar el verano hermosamente –viene a ser lo mismo que hago en invierno- pero ahora, al estar fuera de mi ciudad le busco la excusa, el motivo sólido de una falsa visita médica para acudir a mi librería mucho más rato del habitual.


Va estar muy claro en mi caso, no me va a bastar envejecer leyendo, antes tengo que ir a por los libros, a buscarlos, a este mes no poder comprarlos, no acumular innecesariamente literatura que no alcanzo, libros que ya paso a ojear en casa antes, estableciendo entre ellos como un exigente servicio de novedades que no me lo marca mi librera, que se inventa llamarme “Pakuchi”, que me trae un punto de lectura de su viaje a la India, pintado a mano, que me abraza con incontenible entusiasmo, que admite mis protestas porque le pido un libro que aún no se ha editado.


Bello hogar de veraneo, punto de encuentro, con nadie porque anda casi todo el mundo eso que llamamos “fuera”, un irse a la fuerza, a lo mejor a un viaje caro y lleno de trompicones o a una residencia ajena de los sillones habituales, la tele que no mira nadie, la pareja que convive y es una belleza que todavía después de casi cincuenta años, aún alargue la mano entre dos asientos próximos, se cuente mutuamente lo que duele porque es una manera vieja y pertinaz que te duela menos. Por eso a ese estar fuera insistente, veraniego, con la ropa muchas veces con una talla que no debemos ya ponernos y que el verano es aviso de ello, yo lo mitigo en ocasiones con esta especie de escapadas deshonestas, con este convertir mi librería, el entrañable manoseo de los libros todavía no abiertos, en un segundo hogar verdadero que elegí para siempre, que jamás me defrauda.


Saber que Empar Moliner ha vuelto al cuento y Acantilado se lo ha traducido del catalán; que Pilar Adón escribe a la vez con dulzura y con firmeza sin restarle dureza a la propia de cada relato; que del Norte de México Daniel Sada sabe contar infortunio y gozo; que Conget es capaz de poner al día las catástrofes de la pasión compartida; que las alegorías e imágenes de “Azul ruso” de Patricia Esteba, transforman y destruyen a seres reales y soñados. Y hasta una maravillosa antología de cerca de 600 páginas de la editorial Menoscuatro de los nuevos nombres del cuento español actual, nos cuenta lo mejor que se ha venido escribiendo en el género últimamente.


Todo está en los suplementos literarios, pero no está igual, no es hogar si no lo tienes en la mano, si no sabes que “la chica unta una esponja triangular con la pasta marrón de un tubo “ y luego de aplicársela a la cara pregunta: “¿Y usted de qué viene a hablar?” y hasta coinciden en tener un tatuaje, "ella aparta la tira del sujetador para que él pueda verlo." Poco importa ya el tatuaje, se queda la incidencia del sujetador.


Yo me pregunto cada vez entre los libros, sin cansarme, sin irme de este hogar, ¿tú qué es lo que quieres ahora?: que me necesiten los poemas, que esta vigilia mágica de libros y hogar sea un género que a ser posible me pertenezca siempre, un placer indisoluble, una utilidad que no me pueda negar ya nadie. En ese hogar me paseo más desnudo y más propio,  lo importante: noto menos el verano, hasta me siento menos vulnerable y más propio.


Es como un pudor de premisas culturales como algo inesperado pero que busco cada verano adrede, muchos buenos momentos: el hallazgo de un libro que estaba medio abierto esperándome adrede.

martes, 6 de julio de 2010

"VEN, Y PONDREMOS VERDES A LOS VENCEDORES"


Voy sintiéndome cada vez menos seguro, pasa el tiempo y entiendo menos a las personas y sé menos de las cosas. Voy notándome viejo en eso, dejando que si el tiempo me vence en la prisa, yo, sin embargo, voy cada vez más despacio y además mis movimientos son más equivocados.



Me empeño en moverme, eso sí, con dolor y sacrificio, es como una obligación diaria que me pusieron desde el día en que casi me quitaron del todo el movimiento, hace 22 años. Me asusté por si me iba a quedar sólo con la literatura, me dijeron hasta donde llegues si es que llegas, y ellos no sabían que yo siempre en la vida me he marcado metas lejos aunque nunca llegara a alcanzarlas, daba lo mismo, aprendía luego el llanto de haberme quedado lejos, el reducto de la soledad a tiempo, el ápice amargo y didáctico de cada fracaso, nunca sentí la obligación de triunfar a toda costa.


Porque en realidad no me ha gustado excesivamente el triunfo de los triunfadores, acaban dando mal resultado. Como estos días he leído tres o cuatro veces seguidas un libro de versos de Kirmen Uribe, un extraordinario poeta vasco y ya luego Premio de la Crítica en Narrativa del año pasado, me he quedado pegado a esos versos, poema tras poema con un placer lento. He estado de acuerdo con él, con Uribe,…"Sea un secreto, un error o un gesto. Ven y pondremos verdes a los vencedores".


Lo digo sin envidia porque yo no he vencido nunca, ni he querido ni he podido, perdía en las discusiones, en los balones del patio del Colegio, me callaba –aunque eso como todos- de las caricias del Padre Prefecto, indignantes e impúdicas, mucho más que la impudicia que he podido tener yo luego. Ya veis después, he cumplido, estoy cumpliendo en las páginas de este escritorio público la raíz del poema de “Mientras tanto cógeme la mano”:


"Ven, y hablaremos de las cosas de siempre.
Del valor que tiene ser amable,
De la necesidad de arreglártelas con las dudas,
De cómo llenar los huecos que tenemos dentro."…


Todo eso vengo haciendo en este rato largo que ya tengo con el pequeño inconveniente que tiene la vida que pasa y termina y ya no viene luego. Yo aquí estoy más tieso que un ocho, más mío que nadie, más presente, con más dudas pero a lo mejor más calidades humanas, esas que te dan al hacerte viejo. Los demás te engañan, te dicen que tú no eres viejo porque vas como puedes amueblándote los mimbres enredados del cerebro que te dieron, yo me apaño con los libros, y como veis con un libro escrito en verso que termina por decírmelo casi todo. Hasta me avisa, para cuando yo venga aquí a hablar de las cosas de siempre, me da permiso para explicar con las mujeres la larga tradición que tengo con ellas, de quererlas, de llamarlas, de contestarlas como si tuvieran siempre “el pubis convertido en alga” que cuenta Kirmen Uribe.


Ya lo veis mi fracaso, que me ganen de una vez los vencedores pero me dejen al menos, fijaros, moverme como pueda pero estar contento, que no sean capaces de quitarme el sueño luego, ya que deben vivir los sueños en lugares donde nunca duermo; porque, además, no nos engañemos la Medicina no ha descubierto prolongar la vida, sino acercar la muerte lentamente hasta que te des cuenta. Por eso todos los que estamos más cerca posiblemente de ella, sólo pedimos un respeto y un cariño. (…”no quiero promesas, no quiero disculpas/tan sólo un gesto de amor”…) Estamos, los viejos, cruzando cada día un posible nuevo riesgo, porque sin riesgo ni puedes vivir ni te vale la pena aunque pudieras. Aparece su consecuencia de repente, y tú no la habías llamado ni sabías la naturaleza de cómo iba a ser luego. A lo peor terrible.


Aquí siempre acabo hablando de lo más difícil que tiene la vida y lo más hermoso: hacer el amor en cambio, esa dulce heroína de otro tiempo, que a veces puede ser simplemente el beneficio del silencio, la proximidad de una caricia, u otra vez el verso del poeta: “Si embargo si me dices “mi amor”/siento un escalofrío/sea verdad o mentira."


No lo puedo evitar en esta especie de homenaje a Uribe al leer tantas veces sus poemas, que me haya dado cuenta que no acabo de arreglarme con las dudas, que las sigo teniendo, que lo único que sé para solucionarlas, aparte de estar tantos ratos leyendo libros y contándolos luego, que no existen vencedores ni buenos, ni morales de línea recta que nunca sabe uno quién la ha puesto. Están y seguirán estando esas dudas y lo único que podemos hacer, lo único, es arreglárnoslo como hacían antes, como he hecho yo luego, desde aquella tarde en una silla de ruedas y malos vaticinios para el movimiento, queriéndonos entre varios con la tecnología a cuestas: los blogs, los nick’s, los mails, la caligrafía enterrada para siempre y el impacto de ese correo electrónico en que a veces no te vale para tragártelo estar más tieso que un ocho.


Terminaré también con Uribe:


…”Todavía tengo la postal que envió desde la mili:

“Yo bien, tú bien,
mándame cien”


Ahora es lo mismo: yo bien, tú bien, ya no pido cien sino las palabras de amor que hay en los comentarios de mis post de ellas. Puede que me sirvan para arreglarme mis dudas que todavía tengo dentro.

MIHOMBRE


Relato de Correveidile


Se lo oí contar a Diego, siendo yo muy mayor. Lo contaba de sus padres, sin que remotamente se echara en falta el respeto y la veneración que a ambos en vida les profesó.



Los Recuejo –seis generaciones a lo menos que se sepa, eran oriundos de Calabuey un pueblecito de nada, que no pasó de ser aldea, a tres horas de Bienvenida; a tres horas de las de entonces, lo que equivalía a decir a lomo de mula o en carro. La Provincia de Albacete.


El padre de Diego –de quién él traía el nombre, trabajaba sus propias tierras y cualquiera otra que se le pudiera ofrecer en aparcería. Arrimar el hombro, de sol a sol, que la cosa no daba para más y a eso hemos venido. Había casado en primeras y únicas nupcias con Florinda y, en el tiempo del relato, vivían solos; el hijo mayor –que fue quien me contó lo sucedido, trabajando de mayoral en un Cortijo de Jaén; y las hembras, pues cada cual en su hogar y cuidando de su hombre y de la prole –que no es paja.


Tenían los padres la casa y corral en la Calle Ancha de Calabuey; y en el extremo opuesto paraba el Gervasio, casado con la María Juana, mujer metida en carnes, y en años también, aunque aún ganosa y, en el maldecir del vecindario, uva de calle.


Un mediodía de poniente, ya entrado el verano, llamaron a la puerta de Florinda. Estaba sola y su Diego, como siempre, en el campo. En los pueblos, ya se sabe, no hay mucho que hacer y siempre amaga quien se dedica a llenar el tiempo como le viene en gana, caiga quien caiga. Era el sordo.


-Florinda, buenos días.


-Buenos días nos de Dios


-¿Por dónde para tu Diego?


-Está en la Torzuela, trabajando las manzanas. Igual que todos los Jueves


-¿Tan segura estás?


A Florinda le pusieron la pulga tras la oreja


-¿Quieres verlo en la cama de la María Juana, retozando con ella como Dios los trajo al mundo? El Gervasio está en la ciudad, a rendir cuenta, que hoy es fin de mes. Y tu Diego lo aprovecha.


A la pobre mujer se le amargó lo que le quedaba de día y de vida por venir. Nos es que hubiera puesto las dos manos en el fuego por la guarda del débito en su hombre; pero enterarse así, de sopetón y, para más inri, con la golfa de la esquina, le desbarataba sus arreglos.


-Si no te atreves a ir sola, te acompaño


-A mí no me hace falta “naide”, que me basto y me sobro por mí misma


Y sin pensárselo dos veces, Florinda cerró la casa, se anudó la llave en el pañuelo y se dirigió, con paso firme y el gesto atravesao, a la otra punta de la calle, sin poder evitar que le resbalara una lágrima no sabía si de rabia o desespero, si de hambre, sueño o ruindad de dueño.


El pueblo estaba desierto a esa hora, los postigos encubiertos en reparo de la resolana. Cada uno en su quehacer, en la casa, en la tierra, o con el rebaño en el monte y Dios, o el diablo, con todos. Enfrentó la vivienda del Gervasio y golpeó con los nudillos en la puerta. No hubo respuesta. Y fue al insistir en el empeño, que apareció la María Juana en camisa y sin poder ocultar un amago de sofoco y embarazo al verla.


-Florinda, hija, ¿qué te trae por aquí, a estas horas y con la que quema?


-Sé que mi Diego está contigo en la cama


-Pero ¿qué dices, mujer. ¿Es que quieres comprobarlo?


Pero el ofrecimiento de la anfitriona sonó igual a cuando te dicen si quieres comer, sabiendo que, invariablemente, se contesta que aproveche. Ni siquiera se apartó del vano, para franquear la entrada.


A Florinda le flaquearon entonces las piernas, se dio vuelta y se fue a casa, que se las había visto peores y en cuanto atañe al sufrimiento no era lo que se dice un pardillo.


Al caer el sol de ese mismo día, a la hora en que se presumía que volvía de escarbar la tierra y aclarara el ramaje a los manzanos de La Torzuela, entró Diego en casa, como si nada. Desde hacía mucho tiempo que no se hablaban los consortes entre sí, desde que casó la última de las hijas y quedaron solos; de uvas a peras solamente, lo imprescindible y cuando era menester. Cada uno vivía su vida y cumplía con sus mandatos, sin estorbar al otro –que no es poco, ni parar mientes en él.


Florinda le preparó la sopa, se la sacó casi hirviendo –como sabe que a él le gusta, cenaron mal que bien, sin siquiera mirarse una vez a la cara y, cumplidos los últimos y más menudos negocios del día, ocuparon el tálamo, la única cama que quedaba en casa, sin compartir otra cosa que algún que otro mal olor y remordimiento.


Y a la mañana siguiente, con el alba apenas, después de haber sorbido su tazón de leche con sopas, que le había dispuesto, igual que siempre, su hembra, cargado con los aperos, doblegado por el peso de los años y a punto de traspasar el umbral, Diego se volvió, encaró a Florinda con gesto grave y le espetó:


-Que no me vuelvan a decir que andas metiendo el hocico por donde yo voy, o a donde yo paro; que a ti no se te ha perdido nada en mis negocios, ni te ha dado nadie vela en el entierro. ¿Enterada?


Su última palabra resonó algo hiriente en el silencio de aquella primera hora, quedando el eco un ratico atrapado entre los muros –aún lo siento. Y cerró de un portazo tras sí.


Florinda quedó un momento paralizada y absorta. Pensó entonces, que había mucho qué hacer toda la noche lloviendo, así debe andar todo, dar de comer a los animales, antes que nada, estar por la labor, disponerse a labrar la batalla diaria contra la misma mierda de siempre, darle cuerda a la casa, que no se pare es lo que importa.


Mientras trajinaba, se dijo que, a los hombres, a los tomas o los dejas, que el que tiene un vicio, si no lo hace en la puerta, lo hace en el quicio, que pretender cambiarles a tu aire, no es sino pugnar en balde, agua en cesto; y que el Diego, al menos, lucía agallas para hacerle frente, sin hipocresías ni tapujos mujeriles –como tantos otros. De modo en que están hoy las cosas, se sentía segura en casa mientras él estuviera, se abandonaba a su suerte y sabía que nada malo podía ocurrirle mientras él viviera. Y si era cierto que le había visto empezar a envejecer, guardaba aún, como asi lo demostraba, munición creciente en la dirección para seguir dando guerra. Tampoco iba a pretender que el árbol creciera en la dirección que a ella se le antojara.


Cuando salió al corral, escampaba.