jueves, 24 de diciembre de 2009

Como un cuerpo desnudo sin sorpresas




Ya soy. Y poco queda esperar de él. Aquí he desarrollado la capacidad de decir la verdad de lo que siento, de no dejar de contar y contar, como si cara a cara me lo exigieran, me dijeran, no olvides de hacerlo. Ya he dicho alguna vez que tengo la sabiduría de haber perdido tres o cuatro momentos que valieron la pena; si me quedé quieto antes de tiempo, no podía ya competir por kilómetros nuevos como siempre hice, de ahí me vino esta cadencia hacia una desnudez sin recursos casi, aquí


Ni más hermoso ni menos, planté mi pequeña envergadura en el uso de la palabra para beneficio ajeno. La supe y la sabré seguir diciendo a tiempo, pero es escaso el canon de mantenimiento ya que tengo, muy agotada la más difícil de las licencias románticas: satisfacción ajena antes que la propia, o al menos inferior porque anda ya viciada y deteriorada. Lo que ocurre con este comportamiento es que empiezas por quedarte atrás, no ser tan sugestivo, pero a cambio uno sabe hacer aquello en lo nunca pensó: poder poner punto final y quedarse quizá con resacas de mala recuperación, con memorias de peor caligrafía porque la memoria es poco inocente y a veces retiene lo más doloroso del pasado o al menos lo menos brillante.


Es indudable que el roce, la convivencia en este aparcamiento de palabras, te desnuda, te saca hasta las vergüenzas al descubierto, enseña tu carácter y te lo compran como una mercancía. Pero al pensar en todo esto, uno decide honestamente que antes de cerrar un día la rendija de sus pensamientos tiene cierto derecho a pedir lo mejor. A eso vine, o me voy como vine, de aquí o de cualquier sitio, desnudo, pero sin complejos. Llegué a este taller propio de privilegios para poder tener alguno de ellos, sólo se pueden pedir en convivencia, o sólo se puede sentir su ausencia del mismo modo que nunca se sabe lo que es una mujer hasta que vives con ella.


No quiero cinco centímetros por encima del dobladillo, quiero la enagua entera, quiero tener simplemente, nada menos, que el amor de quienes amo. En estas fechas que se exhiben anhelos de todo un año, yo los necesito para lo que reste de una vida; quiero hasta el escándalo si es necesario porque nunca fui un hombre a medias: o me comí la tierra o me subí hasta el cielo. Perdí hace tiempo la capacidad de ser prudente por lo que no me queda nada más que la imprudencia. No conduzco bebido, bebo luego, voy despacio pero quiero siempre sentir el tacto ajeno, recogido entre las manos como una ternura sobrada desde el último abrazo.


Así deseo empezar el año, así voy a hacer durar el año. Ya lo he explicado, con mi cuerpo desnudo sin sorpresas. Pero evitaré  que no me llegue nunca el momento en que no sienta nada, prefiero la excitación -¡qué lujo de antesala prolongarla con obscenidades obscenas-. Todavía soy un hombre que goza de esa especie de protesta de la vida por unos pechos bien llevados; siento la urgencia de las cosas urgentes para acudir enseguida porque hay un símil muy cierto que me explicó una tarde mi maestro Umbral: “el amor es siempre urgente. Cuando el amor se demora ya es otra cosa.”


Ese necesito que siga siendo mi idioma o no puedo seguir utilizando el lenguaje, eso, que es mi ropa de andar más cómodo, mi manera de llegar hasta donde quiera. Me es imprescindible una continuidad con el mismo tono, el mismo entusiasmo, la misma certeza entre los demás que tuve la primera vez que expliqué que con el amor no te impacientas, no dejas a merced el cuerpo desnudo sin sorpresas, cumples antes.


Te queda así la ilusión, como una belleza en mi caso acentuada, cansada, pero bien expresada.

martes, 15 de diciembre de 2009

Aporto mi bienestar animal


A raíz de mi último post sobre el entusiasmo me regalaron con inusual generosidad, un calificativo: me dijeron que poseo: “la tenacidad de un jardinero”, pero tendría que responder enseguida, precisamente por mi carencia de perfeccionismo alguno , así me defiendo, detrás no hay nada más, tan solo considerar que tengo un mundo entero después, luego del comienzo de cada día .Quizá, nada menos.



Mi posible tenacidad, mi esfuerzo diario es un tono en la vida: entre dos cuerpos, acostumbrarse uno al otro, la proximidad a no perder lo que tengo próximo, no aspirar a un deseo voraz ya, basta un bienestar animal. Ahí quiero ir a parar. Estoy bien, respondo a una hermosa aunque poco frecuente pregunta para el doliente crónico, nunca hay que entrar en detalles, es suficiente acercar la mano, insistir en un roce porque siempre lo he hecho ante una mirada dulce o un simple buen tratamiento.


Aquello que también puede definirme y hacer que me aferre como cultivador de mi simple esfuerzo, es la necesidad que tengo de buscármelo por mi cuenta, tener siempre dispuesto ese tacto amable de que hablaba antes. Vendo mi producto desde un puesto de vendedor ambulante, no arruino a nadie, hasta al más carente le busco su mejor abundancia, la comparto, la convierto en lenguaje, hago de esa persona, que conmigo se sienta más persona, le doy parte de mí si es necesario, sin derecho a retorno, presto sin avales para que de inmediato no sea sino una donación.


Busco siempre, no ser intercambiable. ¡Vaya presunción y vaya duración! Terminar un instante si es con alguien, como un éxtasis. No es fácil, por la simple razón de que existen muchas experiencias en la vida decepcionantes, apáticas o nulas. Pues tengo que ofrecer la insistencia, la instrucción que deben de tener siempre los amantes. Ese es “mi taller de privilegio”.


Me voy a tener que explicar un poco: he nombrado los amantes porque mi blog es una metáfora continuada de las formas de amar, hable de lo que hable. Me queda la adolescencia de los sueños, viejo; el empeño de buscar un erotismo propio por alguna razón: me aburre no tenerlo, y eso viene a ser siempre un éxito. A lo mejor de alguien, basta con que conquiste su color; transmito la certeza que dentro de mí todavía queda mucho por contar sin decoro; por fin la memoria me ha dejado libre y solo me acuerdo de lo muy reciente e inmediato: que la habitación está libre cual una vida abierta y yo dispongo todavía de la destreza de cómo dejar las manos. O bastaría llamarle delicadeza. Es válido el decreto de copular con la vida porque abre siempre un camino y le quita asperezas a todo el mundo.


Me explico: así -casi siempre, esa es la verdad- aquí quise responder al elogio de mi tenacidad, mejor al calificativo, porque elegí en la vida pasos fuertes frente a todo lo que nos va a volver vulnerables. Crecer es una lucha y no cabe otra alternativa que dejarse la piel para que no quepa la derrota. Lo más que admito son las esperas, con el poder de los libros luego para saber contar después de dónde saqué energía y poder darme a pedazos. Porque me importa lo ajeno, no tengo más secreto: el espacio que crean mis libros es vuestro, vivir es estar cerca, no escribo una sola palabra que no sienta como propia.


Es la mejor manera de estar con los demás, es dejarse la vejez fuera; es saber que la noche aporta nobleza entre los pechos de una mujer; que mi alijo ya es pequeño: mis amigos, el mejor pintalabios que le robo al día, no perder un instante, si es posible, en un mundo de dualidades muchas veces

jueves, 10 de diciembre de 2009

La nobleza del entusiasmo


He echado en falta muchas veces el verdadero entusiasmo, el gusto, el vicio por lo que haces o por lo que quieres hacer. Pero es que para eso hace falta una enorme nobleza, no pasar por la vida de paso, ni con glorias ni con lo que pueden ser errores, da lo mismo. Quiero entusiasmarme de verdad o dejarlo estar, ahondar en la vergüenza y el error, que me produzca esa especie de entelequia que es el arrepentimiento, pero lo suficientemente poderoso para no dejarme vivir ni dormir.


Hace días contaba mi entusiasmo por una extensa novela de Muñoz Molina, que como a él mismo le digo he leído lenta y profundamente, de seguido, ojala hubiera podido ser de un tirón. Libro que viene a continuación: “El mundo después del cumpleaños” de Lionel Shriver, una periodista y escritora norteamericana, de besos increíblemente brillantes, interminables, diferentes. Por eso siempre cuando escribo jamás me quedo tibio, o tengo vergüenza luego o me viene lucidez.


No vayamos por la vida, nada más que por la vida, aunque sea en un tranvía lento y viejo y las arrugas y los pasos me delaten, voy a dar el engaño, voy a enamorar hasta enamorarme; y a la inversa me creeré el engaño ajeno, decidido pero con el paso más inocente con que pueda andar por la vida. Buscaré como tantas veces la obscenidad con el recurso mínimo del escándalo que aportan las palabras, pero pasivo a ver qué pasa, no lo estuve, no lo estaré.


Ya sé que el entusiasmo trae muchas veces decepción y tristeza pero la transformaré a base de caricias. Nos hemos preguntado cada momento ¿por qué es todo tan difícil? Porque debe de serlo, porque arranca así lo mejor propio: historias de amor que incluyen necesariamente amor, siempre hay una vida ajena que produce el delirio blanco de los celos, aunque suframos con ellos, dejémoslos como un símbolo, un desierto de emociones, una incapacidad de tener miedo.


Entusiasmo es la extraña sospecha de la emoción, de lo imprevisto; entusiasmo es no poder llorar más y llorar luego, una llamada pidiendo o dando protección, una búsqueda de todos los frentes habituales y de todas las web por descubrir. Hoy me lo ha producido, en una pequeña llave de memoria de 4 Gb donde conservaba escritos de hace años, una extrañeza de cómo fui capaz de explicarle a una mujer el hermoso animal que suponía y la cima obscena de salud y belleza, del suspiro de su blusa de encaje desabrochada hasta lo impensable.


Fui capaz de sentir un rato para entusiasmarme a solas a falta de motivos de entusiasmo, desgastado, casi hasta la perfección. Me noté inspirado para poder escribir algún día sobre el amor exacto e infinito de los tristes, de las cosas pequeñas que nos esperan cada día, de las sílabas que hacen palabra y verbo, de los propios rincones del entusiasmo.


Me casaría eternamente con él, lo amaría para siempre, no lo dejaría al borde de la vida jamás, estoy seguro que me enseñaría la nobleza que entraña la postura idónea de un abrazo.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Quiero volver a la novedad del silencio



Porque la falta del mismo ya me agobia. Como si se me hubiera escapado de pronto y no lo recupero ya que las pérdidas son inevitables y permanentes. ¿Cómo es posible percibir un sonido que no existe? Os aseguro que sí, escucho como un chorro de agua que viene alimentar mi existencia. Debí dejarme la Trompa de Eustaquio abierta, tengo ya a estas alturas una capacidad de recepción demasiado abundante y por esas rendijas he perdido lo mejor: mi silencio, el íntimo silencio alimentando la tremenda soledad de la lectura o de la propia escritura.



Pues lo quiero recuperar de nuevo, nuevo. Como si fuera una utilidad y me permita de nuevo sentirme así amante, esa extraña cadencia que a veces tiene el cuerpo, crear un ritmo propio hasta precipitar los sentidos. He de reconocerlo: guardo silencio al quitar una blusa empleando a la vez esa habilidad de tacto viejo; guardo silencio, muy temprano cuando ando descalzo por el parquet de muchos metros como pisando un caldo lento con el pijama que llevo puesto que me hace sentir como si, guardando silencio, asegurara la propiedad de una casa de hace más de treinta años. Además guardo silencio como hacen los poeta, con la armonía final que tienen sus versos.


Recuperarlo nuevo, o si no puede ser como estaba de viejo pero propio, explicando el origen, la distancia enorme de lo que me ha ido pasando, mi sutileza, mi éxito a veces. En cuantas ocasiones callarme era difícil, como regalar mi historia, mi manera de pensar, mi forma de contar. ¡Ya lo sé! Le estaba dando vueltas a lo que era el silencio, y es un pliegue particular cuando estás leyendo, es mi habitación más madura donde aunque os parezca mentira aún me quedan cosas que hacer y lo que es más complicado decidir la mejor manera de hacerlo.


De los viejos temores que aún persiisten -que puede que no sepan casi nadie- lo solitario no es narrable, puede como mucho ser una relación entre dos, un orgasmo impreciso y mutable, pero esas angustias enormes con ruidos que no vienen de fuera, que son propios (no me engañará nadie, son lagunas cerebrales, son espacios viejos), con ellos dentro manejo cada vez peor la mecánica propia.


Hasta en cada ocasión, con los acufenos estampados en el fondo del oído, sería un mal amante, eso que se es o no se es, lo que cuentan en los cuentos de las estanterías de adultos. Ni esos bellos instantes me volverían a proporcionar la novedad del silencio, la he perdido, no la encuentro, no me deja ni un instante de reposo, duermo, sueño y siguen existiendo los sonidos. Ni tienen la categoría de dolor, ese rango mínimo que a estas alturas yo le pido a la vida porque detrás siempre está la vida. Aquí hay una escasez absoluta y una duración permanente.


Venir a hablarme al menos, con palabras vuestras tendré el valor de palabras ajenas, aunque vengan de lejos llegan siempre, y me hago luego dueño de ellas. De esta manera, ahora, es como si estuviera a la intemperie, en un umbral interno reticente, insistente. Tengo deseo de sonidos vuestros, no me saciaré jamás y seguro que servirán para defenderme con una forma cómoda y ancha y paradójicamente, con voces, silenciosa.


Ya sabéis tengo un rincón, ya sin demasiado prestigio, pero cómodo, solitario y ahora con la más absoluta falta de silencio. Me acompañan siempre los acufenos, no me dejan desnudarme del todo, de todo. Me impiden hasta percibir ese hermoso susurro de la tela sobre la piel todavía con los pies en el suelo, a falta incluso de que intervengan los dedos. Yo los tengo ahora caídos, imprecisos, hasta sostengo mal el libro que estoy leyendo; sólo tengo un aprendizaje nuevo, una vida donde he perdido esa vieja creencia que siempre tuve: que el silencio siempre tenía una reserva, pues ni esa me queda.


Tengo sonido propio, indecente e indebido hasta desnudándome en la oscuridad, solitario y en silencio.





martes, 1 de diciembre de 2009

Un día intacto



Lo he dicho muchas veces, necesito esa hora de la mañana en que siento todavía el día intacto, una propiedad adquirida al instante de acercarme al café y al libro. Así le llama Muñoz Molina -con quien ando enviciado en un millar de páginas- al día, y mejor al libro: “un viaje y una morada para la que tal vez no hay sustitutos” Que nadie pretenda cambiármelo, además de ser el momento en que me siento más limpio, casi tan nítido como el propio día, sin nadie. Entonces he de pensar sólo en bondad y admiración.

Yo traigo dentro demasiados años una lucha interna propia, donde se coló hasta la del cuerpo, que hace demasiado daño y que ya se aproxima al momento del silencio. Tengo que apartar, pues, cualquier cosa que le reste al día su capacidad, su integridad. Me quiero dedicar a mirar y admirar, a dejar ileso el tacto, que ninguna realidad me reste sueño, que los poemas que llevo aprendidos y escritos desde niño tengan la capacidad y el sonido que siempre llevan dentro. El poema es lo único que puede ser perfecto, el poema es el deseo porque la poesía puede ser la mejor vía para andar más sereno por la vida.



A eso me voy a dedicar, pues, a esa búsqueda sin que sea importante la ayuda ajena: para ser bueno me basto solo, para torcer los acontecimientos también yo mismo y luego echarle la culpa a la vida. Es siempre una empresa difícil: este ajetreo que aporta la red en donde soy capaz de escribir un correo para devolverle la sensualidad a una mujer; de dejarle desde la palabra, sin mirarla, un rastro de ternura en los ojos; de preguntar cada vez por el amor para provocar la espera, los celos y el deseo; de dibujar para mi propio ocio inquieto la imagen estática de ese amor que nunca pierde fuerza; de llenar territorios desconocidos por habitar y una vez dentro quedarme con el asombro, desde abajo que puede ser futuro, hasta arriba para cruzar los labios con una enorme caricia como una lluvia de oro detenida y difícil.


Día intacto para hacer luego con él lo que más me plazca. Ya he dejado dos horas después el libro, su memoria, su lectura como una hembra abierta. Me digo a mí mismo, nadie me lo quita, voy a darle la forma que me satisfaga por lo menos a las horas suficientes para que en cada una de ellas, el día tenga destino, pudor, que me vengan, que las sienta cerca las palabras para explicarlo luego. Ese día es mi único asilo, me he apropiado de él, del roce de su piel para obtener el resultado apetecido.


No estoy diciendo nada simple, un día entero para uno sin que finjas pasado ni te importe el futuro, que éste sea inmediato, desde que abres la puerta y te cruzas con alguien. Te van a salir nuevos hasta los gestos, las mentiras viejas que más te convengan y cuando hables sientas propia e inevitable la calentura verbal.

Contaré si es preciso aunque las lágrimas persistan qué hice mal cada vez, cual fue la desdicha y por qué existió sin que yo la buscara. Pero desde el día lleno, íntegro. No debe importarle a quien me vea la comisura de mis labios vencidas por la edad, los besos quebradizos pero propios. Es mi herencia, mi esencia, soy ese mismo que os cuenta cada vez lo que piensa y hoy ha sido el sueño de tener ese día intacto de que hablaba Muñoz Molina y hasta soy capaz cada vez de salir de esa morada, de ese cobijo para tener aventura, para llenar todo el día.


No conozco el tedio, ni el ocio del aburrimiento, lo que sea vengo y lo cuento, busco los reflejos de las más de doscientas imágenes que miro en el ordenador cada vez. Ayer con Photoshop, desde las de un fotógrafo que había hecho cien fotos del mismo momento, ese hermoso pastor alemán que miraba y dejaba de mirar a la chica, una veces con los ojos cerrados, otras abiertos. Del escote enseñaba lo suficiente, el arranque (no os habéis dado cuenta las propias mujeres que el escote lo mejor que tiene es su aviso, su indiferencia, su reclamo desesperado de belleza y a la vez, lo mejor, su exigencia). Al final de la fotografía cambié la postura del perro, le exigí que mirara a la mujer, a ella no le toqué los ojos, incitaban a sentarse a su lado, a mirarla, sólo mirarla.


Pero en cambio de su boca sí que cambié los labios, casi como si tuviera en mis manos su propio lápiz facial con un tono de saturación y diferencia, y la dejé natural, como llamándome, era parte –dos horas más o menos me costó este trabajo- del empleo del día voluntario, para seguir luego haciendo que siguiera siendo pulcro, intacto, mío.