martes, 24 de noviembre de 2009

Mi más vieja destreza




Que además no entraña la constante vocación del ser humano de adquirir. De niño la tuve y nunca la dejé. Además ha sido mi interacción social por excelencia, el punto de partida para llegar a casi todo, para luchar incluso sobre los escombros volantes que siempre nos va dejando la propia vida. Es muy sencillo: cuando un libro me embauca, me enamora, parece un gesto de humanidad sana porque prometo no seguir leyendo para no enamorarme más. Cosa que, naturalmente, incumplo enseguida.


En coloquio informal con Antonio Muñoz Molina me habló de su próxima novela, una historia de amor desarrollada en tiempos de la guerra civil española. La tengo en mis manos: “La noche de los tiempos”, con sus cerca de mil páginas. En las cien primeras que he leído en dos ratos, ya me proporciona un motivo justificado para mí -que no soy escritor porque no he tenido cualidades ni voluntad suficientes para ello, pero sí con la destreza de lector- una cita que incluye de un verso de Machado: “lleva quien deja y vive el que ha vivido.”


He vivido y llevo en mi vida entera esa destreza de la cual hablo, leyendo, mi sueño cada vez que elijo un libro, mi estante propio en mi habitual librería acumulando elecciones; cada momento en que ojeo un libro, como esa profesión azoriniana, que sí que sé cumplir. Cada libro “pendiente” y las comillas tienen el mismo deseo, como la guía canal de un escote; cada libro es una tentación que me incita a ir demasiado lejos como la figura de cualquier personaje, su lenguaje mordaz, su sensualidad de aprendizaje para que luego yo lo vaya amanerando con mi propia destreza. En palabras del propio Muñoz Molina, “intensamente carnal y a la vez intangible como una promesa.”


Esa promesa sí que se me cumple siempre y sé darle cobijo, no media ninguna otra intención, llena mi exigencia de soledad, la reitero una y otra vez incumpliendo la de no tener un nuevo enamoramiento. Me siento más limpio y más humano entre los personajes ajenos, son capaces de borrar hasta la más reciente debilidad, ya no lo cambio por nada ni por nadie.


Lo digo humilde y convencido pero necesitado como de un recogimiento nuevo cada vez. Soy ya mayor para cosas menores, ni me vale el posible papel de héroe en ninguna circunstancia, desde ahí me brota una sinceridad que no se puede poner en duda; venzo cualquier derrota provocada o propia. Noto, leyendo, fascinación, atropello que yo mismo me provoco; me invento ese tiempo de los abrazos verdaderos que todos tuvimos, disposición, dueño de mis secretos, los que no soy capaz ni de contar aquí.


De verdad que es destreza, como un oficio aprendido de pequeño. Con la mitad de mis conocimientos tengo bastante, voy a ir acumulando la otra mitad que me falta. Leyendo tengo corazón de amante, el mismo quizá que pongo luego explicando cada mes los libros que he leído en una página que no puede tener más claro significado: pido acércate a los libros, que es acércate a mí. Leyendo tengo una luminosidad que permanece hasta en una vista vieja, es una manera de luchar contra la oscuridad que nos trae tantas veces la vida.


Leyendo soy muy joven, hasta hermoso, venir un día a verme. Son mis soledades más absolutas y más felices, pero como cualquier puerta de mi casa, de par en par abiertas; leyendo justifico todo y si alguien está cerca se le quedan mis huellas, mis más íntimas señales, de los pies a la boca. Cada vez que estoy leyendo me acuerdo de una carencia que tengo pendiente: leer en voz alta a alguien, que sea la forma de decirle quédate, desabróchate el deseo conmigo si hace falta con las palabras y las metáforas que nos deja otro, una especie de adjetivo para volver a empezar de nuevo.


Quédate, no te de vergüenza, con mi destreza más antigua y ahora que pienso menos vieja. Todos llevamos algún pedazo de vida equivocada con una soledad aparentemente tranquila por delante, pues leyendo ofrezco la parte más emocionante y la convierto en la mejor compañía, ya verás te sentirás adorada y adorable. No me he dado cuenta pero como estas palabras no pueden tener mejor destino que el de una mujer, me acuerdo de unas palabras de Iribarren: “las mujeres son como el alumbrado de la vida, lo máximo.”


Yo leyendo soy casi lo máximo.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El mejor núcleo de mi ser



Lo he dicho varias veces, la vida además de degradar, desgasta, pero buscando es posible hallar, el núcleo del ser que lo soporta casi todo, un residuo parecido, cual un arco de placer y gratitud profundo y eso que yo me exijo ser más lacónico que hipérbole, pero en ocasiones manda el motivo que anda por detrás.


Pueden ser muchos momentos bien distintos: el tono y la forma de intercalar modos de ser en una conversación agradable y sincera; la palabra que siempre queda entre un hombre y una mujer; la resistencia a envejecer como en una especie de reconciliación con los griegos, una dad sin número donde incluso la amenaza de la pérdida de una felicidad material, te hace más fuerte, te obliga a sentirla antes de perderla como con más insistencia. Ahí hay partículas de ese mejor núcleo.


Hay ratos malos, pero otros en cambio en que te sientes bien en el acto, amas las posibilidades, los intentos, resistes cualquier tipo de dolor como un estado previo a tu mejor lenguaje: callártelo. Te llega casi todo lo bueno boca a boca, quien te quiere entrecruza los besos como una señal inevitable de cariño, escondiendo en el fondo algo que el otro necesita, que te lo devolverá enseguida. Te llega en la epidermis de la vida, la posición, empedernida, inevitable.


Puede estar ahí ese mejor núcleo, ese rincón de tu propio misterio como si entraras en cada ocasión en el primer bar de alterne de tu vida, la primera vez que supiste lo que era la ternura, el coloquio que hay detrás de las caricias, la manera de solventar cualquier rencilla, la curva de una cintura, ver descruzar bien las piernas, demorar el instante, el destino final.


De todo eso me acuerdo con el inevitable retraso de veinte o treinta años que los tengo metidos en mi mala memoria para todo lo malo. Me dio susto el amor que al principio se te escapa por todos los lados, pero te acabas haciendo con él como un futuro que ahí sí que importa porque se adivina y se anhela. Eso es una piña, no sé cómo llamarle, lo ideal, cuando piensas que a pesar de este tiempo insistente y dañino hay algo que ha quedado, que aguanta cualquier envite, junto con un entusiasmo recordado incontenible, y te permite a ratos, estar muy bien, una especie de pathos tranquilo que a los demás les cuesta entender.


Me acuerdo y lo conservo, es la parte que debiera estar oxidada y no consiento que así sea. Me acuerdo escribiendo como ahora y me aferro como a una barandilla alta, hago que se canse la mentira de las cosas mal hechas. Están en el recuerdo –y es un apoyo más- los mejores libros que he leído, los que formaron colecciones inolvidables como aquella Biblioteca Formentor que fundaron Victor Seix y Carlos Barral; las novelas policiacas del comisario Maigret, de Georges Simenon, donde daban igual los muertos porque existía en su narrador la vida por delante; o el Lorca con las hojas por cortar de Losada. ¡Vaya si me ayudan los libros! Más que núcleo deben ser fortaleza para que ahora me defienda.


Dice Amos Oz que en el mundo hay una alquimia que es también la melodía interna de la vida. Esa química mágica que pretende ser la piedra filosofal, yo no la busco, me viene a las manos cada día, la escucho, se encierra en mi persona con la harina limpia con que amaso cada vez lo que viene, lo que va a ser. A medida voy cumpliendo años siento menos ganas de opinar y aún menos de juzgar, prefiero observar lo que venga y narrar, por ejemplo, lo que le estoy leyendo a Isabel Fonseca, lo mejor de la sensualidad: “lo esencial de los triángulos blancos”.


Ese tono inevitable propio, lo dejo aquí cada vez como el núcleo más importante de mí ser.



lunes, 16 de noviembre de 2009

ME PINTO PARA EL PLACER

Ya dije una vez que me he sentido muchas veces como un poeta sin versos, un poeta de intenciones, en litigio con el lenguaje pero dispuesto siempre a buscar en el fondo el rumor, las maneras del placer. Que no me busquen en la desdicha, que cuando venga la callaré, será un viaje que no tenga relato y si tampoco destino, mejor me lo ponéis. Irá todo viniendo a menos, ya lo sé, pues yo durante el momento que puedo le otorgo dosis positivas añadidas a la vida, propio sitio: en la boca ociosa dispuesta siempre para el deleite; en el sobrante del amor diario, como dice la poeta Erika Martínez a “pezón desorientado”; errante –como perdido- a falta de una matriz que me oriente cada vez, o “encender las velas de mi boca” en palabras, éstas, de la Vaccaro.

No lo sabéis, yo también como Fernández Malo, tengo un proyecto, os cuento: escribiendo, la mejor metáfora –no la que más me acerque a la realidad-, sino la que produzca ruido a los besos y risa luego; el milagro de las cosas sencillas y que dure lo que dure el día, no hacerlo más largo de lo debido, me bastan los que prolongan la mañana antes de que llegue el vacío de la tarde antes que la vaya notando perdida.

Me he prohibido de viejo las malas noticias, precisamente porque mi decoración no me lo permite, prefiero los sueños que llevan emparamentados los sexos libres, que me cuentan que están libres. Tiene todo que ver con el placer, con una calidad de vida que se la otorga uno mismo en un ordenador portátil que no debe leer nadie; incluso lo inevitable en el prodigioso film “Despedidas” que hasta te convence de la belleza de la muerte, no estropea tu propia decoración placentera, hay un lavado después, una pintura en los labios, una belleza en las cejas depiladas que te hacen asombrarte, hasta pensar en ponerte en primer lugar y ser tú el protagonista.

Pero viviré lo bastante para decíroslo más veces, me salva la decadencia, la mujer que deviene en mujer con insistencia, su profecía que para mí será siempre repetición, lentitud y deseo; hay una espera, un olor luego, una mentira que me creo siempre que me la transmitan sus manos cuando señalan las estrellas, sus territorios escondidos, ¡hallarlos!, caer rendido, explorar lo que ni encontramos, dejarlo por no tener ya palabras. Esas llegaron antes, esas son mi salvación, mi mejor expresión.
Es mi ventaja, lo digo bien claro, decorado para el placer, no me cuentan los años, sino las intenciones, las veces que supe explicar lo que fueron mis fascinaciones porque las sentí antes. Es ventaja también la literatura que ahora leo, las novelas que más me creo, suelen no tener más de treinta años quienes las escribieron. Si alguien me escoge un libro siempre me dice, este es lascivo pero prometedor como el final de la mujer que miraste, de espaldas a la vida al irse, pero presente en esa mirada propia que llevaba caricias destinadas.

Conservarme, pues, el placer, me pinto adrede, tengo dependencia –alguna hay que tener- mecanismos para no extinguir nunca los sentimientos. Si no puedo, exploro los cuerpos con palabras, se puede hasta ir más lento y más satisfactorio que con los labios. No me explico esta vocación para el placer, pero es que no suele haberla para lo que más ansiamos tenerla. La voy a dejar ahí, sin que se caiga y si cayese la recogeré cuantas veces haga falta aunque acabe rendido pero sin competencia.

Es mi verdad y mi ficción, es mi escritura de las tardes antes de que se haga tarde; es vestirse para el placer y tener placer; es como el instante que puede ser un reclamo abrasante pero que lo vengo haciendo durar como un privilegio, un gesto parecido a una felicidad definitiva. Me sacia así la vida, se me hace impensable e inagotable, es un compromiso de futuro sin tener casi futuro, ¡qué más da! Tengo presente que es como una forma de no perder nunca la decoración que hemos adquirido.

La mía ya la sabéis; es el placer: tener vértigo a veces, fuego en la piel, como un nudo de sensaciones secretas, un vaivén. El solitario es narrable, el de fusión escapa, aunque pienses mientras, que unos labios succionen en los mástiles oscuros de los senos y que alguien aprieta y levanta luego el vuelo sin destino.

Queda la palabra, como la sombra que siempre deja el placer.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

ME CORROMPO ADREDE EN LA RED


Porque todo lo cálido lo encuentro y tengo la templanza de decir que en mis palabras hay dosis suficientes de un ardor oculto, todavía por contar. En este hueco mío de escritura del que tantas veces he hablado, del café, de los libros que siempre tengo abiertos esperándome en la cómodas butacas para leer y ser, dónde en él podríais hasta tocar la piel de mi cadera, ahí he encontrado una corrupción, una falta de vergüenza propia como un ritmo pegado desde la red hasta mi propio teclado. Son, palabras de leyla: si no es mucho pedir, dejarme que termine aquí mis días, en este espacio que he creado con amor y tolerancia, como una especie de enajenación por la felicidad que no llega apenas. Lo construí yo diría que con tinta y desgarro, desprevenido cuando empecé a escribir sin importarme que por saber de mí iban a buscar quienes me leyeran, hasta mi glande.


Aquí, ya lo veis, cada vez con más frecuencia, soy quien soy y resulta que quienes vienen a leerme ya lo saben porque la soledad no se encuentra se hace, se hace sola. Me la voy fabricando cada vez y os la cuento, hago pausas para hacerme ilusiones, son posturas, son maneras de ser insistente llenando las paredes de algún post. En esos intermedios de la vida me preguntan a veces, y yo contesto: todo esto puede ser un intento que se abre paso; ir a ver lo que hay fuera; no saber despertarme y ponerme a escribirlo, no sé, suele ser cualquier cosa, explicar cómo se entra en una mujer para saber sus propios límites o medir su cintura con los labios.

Pero lo que es indudable es que me vine aquí, llegué una tarde “inventándome la vida”, luego quien pintaba la caseta le cambio de repente el nombre y le puso “Mi taller de privilegio”. Aquí vengo a estar más cómodamente, pero sobre todo, como dice mi amiga Leyla, dejarme que termine aquí mis días. Nunca preguntéis por mí si no estoy en el “taller”. Si eso ocurre es que he terminado escribiendo esa reacción prematura de la vida que es la muerte. Y como al final solo queda el amor y la propia muerte, dejarme como muestra de vuestro amor, en este mi escritorio, algún libro vuestro. Siempre han sido sus páginas las flores que mejor he olido.

Me siento cada tarde y es como si dijera a todos llámame cuando vuelvas a la red, tú que sabes lo que es exigir el respeto a internet. Nuria Labari en sus cuentos “Los borrachos de mi vida” ya lo advierte: "Como cualquier otro lugar sagrado. Internet no se ha de compartir con aquellos que no lo respetan." Ella treinta añera en Telecinco que se enfrenta a un mundo como el que tenemos agresivo y complejo, hace llegar la sacralidad de nuestra defensa frente a él.

Yo en mi rincón de invitaciones, con mi café o mis cervezas compartidas, en este sitio donde cuando cuento cómo me han parecido los pechos de aquella muchacha los he sentido llenos y enhiestos para unas manos quietas; siempre supe leer con una sexualidad contundente porque la otra no me interesaba; quiero leer de un hembra como un libro abierto que arde por entrar en danza.

El otro día me reclamaban esta escritura mía como un ojete agresivo y tierno. Que nadie dude que mi debilidad siga aquí quieta, donde debe ir a parar y si escojo simplemente la mirada a los ojos, habrá que hacerlo para que quede rostro contra rostro; para que la cultura de mi propio erotismo permanezca detrás de cada palabra, de cada pensamiento.

Me corrompo desde aquí y para los que están aquí porque saben entenderme; me corrompo adrede para que no se me haga viejo el vicio, para llevar mis palabras con el mismo garbo necesario que necesita una mujer al abrírsele la falda. Este “taller de privilegio” es precisamente mi privilegio, mi jerarquía, la magia que le pongo a veces al verbo, la metáfora suelta que siempre viene de alguna otra metáfora. Es un lugar como si fuera una época de vida humana, un punto de encuentro para lo que quiero, una instancia al instante, la arroba de la dirección de correo electrónico insaciable, llena de palabras e intenciones.

Queda claro, me imagino, es la parte humana de mi ser humano, una racha de aire, mi mejor manera, mis desengaños, lo común que no es que no sea de nadie, es que es de cada uno.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Sin preámbulos


Soy hostil al concepto de aperitivo, de preparación, como si fuera una manera de reparar antes el “dèja-vù” de después. Cada momento que siento, que explico, es vaciar la memoria ya, encogerse como algo usado o lavado muchas veces. Sin más preámbulos, como en el film “New Yory, New Yory, yo te amo”, donde ella sale del restaurante, con la misma misión que el hombre que encuentra a su lado, fumarse la prohibición, le pregunta”¿has hecho el amor con una desconocida? Tiene la audacia de pensar eso, imprevisible, porque luego cuando vuelva a la mesa con su marido él no se dará cuenta que bajo de su vestido no lleva ropa interior.


Las cosas sin tiempo previo, una declinación recitada por en medio, ni un esquema ortodoxo, como haciendo el amor –ya que estamos en ello- con una mujer pensando en otra. Ni hasta sabiendo bien en cual. Y al terminar habrá que lavarse los dientes con un cepillo viejo. Esa posible indecencia es como una incertidumbre –sin ávidos ya- parecido a la duda que tenemos con el tiempo si creemos en algo o ya no lo hacemos.


Para hacer el amor, para poderle responder con la verdad a ese personaje de película de Nueva York, habría que decir simplemente que lo único que hace falta es el deseo, notar que va a haber físico por todas partes. No hará falta antes ni la conversación, ni la copa ni el cigarrillo. Dos ojos quietos pueden ser suficientes. Y resulta conveniente tener poco tiempo para hacer el amor lentamente. Es la hermosa contradicción de la habilidad y la hermosura, o quizá sino la memoria fotográfica, instantánea, que traemos, la desnudez de hace un momento. La cortedad de tiempo viene a ser como un principio del placer saciado y lleno desde antes, dictando así la vida siempre.


Y si se trata de escribir, habrá que hacerlo con lengua eterna, ni la interpretación ni el paso del tiempo nos va a cambiar la intención de las palabras. Hoy me traje de botín mañanero, ese al que os invité -y bien que tengo en mano la aceptación de Bolboreta- una persistencia al vaciarme. Me lo voy a creer yo todo tanto que empezaré por un ejemplo con el que he conseguido vencer el estrés de tantos días: ese lenguaje html de mi página web de literatura a la que le he tenido que cambiarle la contraseña porque los piratas informáticas querían robarme el dominio. A alguien le escuché por la tele un símil perfecto: si te roban el dominio, es como si te roban la casa o el negocio, vas a entrar un día y los ocupas ya tienen su derecho sentado y firme ante un juez.


Pues como os digo, me lo creo todo esta mañana. Me tomaré, con un aperitivo cierto de cerveza y compañía –imaginaros la cordialidad, que hasta la dueña del bar, la Voll Dam doble malta, siempre me la pone llamándome cariño y de alguna manera apoyando su mano en mi brazo. Porque le he trasmitido esa creencia, escribiendo no me gustan ni los preámbulos; sino llegar en todo tan a tiempo antes que haya llegado nadie: las obscenidades al momento; las culpabilidades propias ya no existen porque no creo en el pasado y solamente están allí. En cambio sí, en las maravillas del presente: que un coche ande, que me mire insistentemente una mujer, que la última novela de Landero la compré el primero ayer por la mañana, que decir te quiero sea el chantaje más perfecto, que me quedé con la paciencia infinita del libro abierto, el temor del desencanto luego.


La cita pendiente ya no es cita, ni previo anuncio en los pedestales: es directamente sincronizar intenciones, idea, captación, la hermosura de una axila que aún recuerdo, sin recovecos, todo lo más los que hicieran los besos. Desde ahí brotó todo enseguida, libre de terminaciones nerviosas.


Sin ese prólogo que me asusta, he pensado, que no sé lo que espero de la vida. No sólo cómo habrá que hacer el último equipaje, sino estos de ahora cumplirlos a su debido tiempo. De verdad en esos momentos que todos tenemos, solos, llenos de gente, no sé qué haré para ser lo más endeble posible, ajustado a mis caderas, pero con lo más hermoso que me quede, con todas las calorías, hasta si es preciso a veces imprudente, con las sensaciones que siempre tuve, jamás leves, todas hondas y llenas.
Voy a vivir hasta que me quede, una especie de vida de famosos, me leeréis en los papeles más tiernos de la tierra; miraré todos los escotes, los de todas las categorías existentes, me quedaré dentro de la vida lo mismo que si fuera una mujer. Lleva razón Levé antes de suicidarse a los 42 años, cuando escribe: “Tardo menos en penetrar a un mujer que en salirme de ella.” Bromeabas con la muerte y espero tu libro “Suicidio” que dejaste con las galeradas terminadas.


Me quedaré a ratos, leyendo, escribiendo, para asomarme a cualquier cita que me traiga la vida, en mi sitio permanente, dispuesto siempre, sin aviso previo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

He vuelto a la rima de la carpeta vieja

Si es que alguna vez tuve rima, que viejas sí que se me están haciendo las carpetas donde escribo, donde al menos tomo notas, cosas sueltas, en esas horas libres, recién despierto con los libros que estoy leyendo. Habrá que decir aquí, qué es lo que tengo, lo que conservo después de visitar una ciudad capaz de imponerme su recuerdo.

Es curioso, he vuelto al humo de los cigarrillos luego de vivir en una ciudad donde fumar lo hacen imposible. Guardé mi tabaco, mi impulso de fumador, mi vicio mal llevado y volví prácticamente con el mismo tabaco que me había traído. Mis amigos, sin embargo, se quedaban en la puerta del Hotel al regresar, unos minutos, para calmar su dependencia justa, su consentimiento. He vuelto a la ilusión de encontrarme lo mismo y que sea lo mismo y lo mejor; al viejo tacto y al sentimiento, a la ilusión del entendimiento entre quién escribe y quién te lee, como un terreno propio que dejé antes de irme. He vuelto porque nunca abandoné ni a las metáforas ni a las vocales largas como tiene que ser, a las palabras, que son ellas las que vuelven, tercas e insistentes, con la belleza de la obscenidad a veces como quien mira siempre que puede algún escote breve pero prometedor.

Necesito un acomodo discreto ya en la vida frente a la terrible realidad diaria que nadie me ha explicado bien lo que es, en qué consiste, pero existe. Cuando me marché de viaje dejé lo suficiente para recoger y añadir a la vuelta: mis capacidades frente al posible abandono que a veces cometemos. Es preciso sentir la necesidad de donación de afecto a los demás y a su vez provocar las ganas ajenas.

A eso he vuelto, pues, a lo de siempre, pero noto más –que alguien sea capaz de explicármelo- por qué envejezco yo más rápidamente que las cosas que tuve siempre, como si fuera que las manos poseyeran una pátina más seca y lo notara al tocarlas y al mirarlas. Con la edad me he vuelto mucho más breve para todo, más corto, llego a menos sitios y me canso antes, habrá que irse de viaje pronto para invertirlo, cansarse menos y después, siempre tener tiempo para la última copa, en este especie de club de alterne que tengo montado con los sueños en el teclado.

En suma, carpetas también viejas, pero no siento admiración por ninguna edad, son las que eran, tengo una gran variedad, a veces me confundo, me pongo a escribir donde no debo, continuo donde no había empezado por que el comienzo estaba en otro sitio. Es, como si fuera una especie de intercambio de parejas, de no saber bien lo que vas a decir y en cambio estar seguro de lo que estás sintiendo.

Alguien dijo una vez que nuestra casa es un museo, notaba belleza y perfección, en los sitios donde buscar los sitios, en una especie de acomodo, que antes lo dije, me hace falta discretamente ajeno a los demás un poco. Voy por casa, saboreando cada paso lento, tengo sitio siempre, zonas propias y allí un presente que no solo me interesa más que el pasado, sino que es el más hermoso hueco de diario que poseo.

Me gustaría invitaros a un café, a leeros algo del libro que estoy leyendo, a comprobar que el ordenador siempre lo tengo encendido; invitaros a una de las butacas de cuero viejo, cómodas para leer, interesantes para pensar, para querer. Yo no sé cocinar, sólo sé hacer cafés, de esos que aportan vida para estar de pie, para escribir, para leer, para mirar los ojos de una mujer. Vivo en esta casa y sin salir mucho de ella gano cada día en energía, en madurez o en vejez, da lo mismo. Mi casa es mi finca de recreo con alguien a mi lado y a la vez con rincones de soledad propia que no me quita nadie.

Mi casa viene a ser casi todo mi tiempo, lo intento aprovechar como si el tiempo se fuera a dejar, pero sin embargo es mi pago al contado siempre, mi edad propia, mis medidas o incluso como dijo Proust la dimensión trágica que nunca se recobra.

No obstante, creo que eso es lo que he recobrado cuando he vuelto, dentro de una carpeta vieja.