miércoles, 28 de octubre de 2009

Ya todo me daba alegría

Habría que empezar por decir como final de este viaje a Nueva York, que ya todo me dio y me daba alegría. La vuelta fue dura y larga, al cruzar el aeropuerto Charles de Gaul para poder coger el vuelo a Valencia, las cintas del suelo con obbejo de evitarme caminar parecían más lentas todavía que mis pasos como si se repitiesen o fueran hacia atrás intentando devolverme la nostalgia de un sueño propio, fascinante, inquebrantable, una pequeña guía lenta del recuerdo para no terminar del todo.

Y en cambio no sabía que aquello que iba a escribir sobre lo mejor de este viaje a Nueva York, estaba en lo que aquí dejé. Y ya que tengo que dejar en este escritorio un post de despedida del viaje para que lo entiendan todos–vaya género más completo esta vez, todos-han sido quienes comentan mis palabras, mis esperas, mis pausas hechas adrede, con mimo, eso que no estropea a nadie, que me devuelve muchas veces la transparencia de los ojos al escribir para recuperar siempre el color que tuvieron. Será verdad que a los adolescentes les salvan los sueños como a los viejos la memoria. Yo acabo de vivir un sueño con una lentitud que ya no me dejaba tiempo, ahora que es memoria, para contarlo, para recordarlo.


Me gustó de mi viaje lo que me estáis escribiendo, vuestros comentarios, dos palabras, la misma confianza de hace años, el único y hermoso contacto de este sitio para expresarlo. Me gustó que me esperarais como una tarde alargándose, un tiempo de sobra, como prestado, para decirme cualquier cosa, más o menos a cuento. Qué más da.


Me gustó, sobre todo, esa especie de interrupción, de seducción entre la sorpresa y lo previsible; esa necesidad que hizo que me gustara la ciudad, las avenidas, las razas, la compañía de habla hispana cuando escuchaban tu lenguaje; conquistarlo con aquellos días, acumular así más defensas para la vuelta, maneras de estar más a gusto en lo cotidiano luego.


Me gustó de Nueva York la ternura con que hablé a quién quería, me tenía a mi lado y sin embargo empleaba con ella las vocales largas, el sueño de ese instante, todo lo que destilaba como propio, mi regreso al tacto enriquecido que lo tenía por ahí suelto, compartir en ese lugar sólido del mundo, su silueta, digna y justa.


He vuelto con lo propio, con lo de toda la vida, que resulta que va a ser la vida. Ese recorrido de seis días enteros para ver lo que era imposible ver fue una especie de pedazo de vida que sembramos allí y lo pasamos sin problemas por el control de Aduanas. ¡Oiga es todo nuestro! Es haber estado allí y querer volver con los años que tenemos como si fuera una hipoteca que pidiéramos para más de treinta años y que el Banco nos la diera por aquello de que habíamos vuelto más ricos, más jóvenes, con una llamarada que se nota enseguida cuando la tienes dentro hasta con los ojos apagados.


Os lo digo, me he traído del viaje como una prenda corporal para llevarla siempre; una posesión tenaz de seguir estando vivo. Voy a afrontar lo imprevisible con palabras comunes, como si fueran los pantalones vaqueros de siempre que envejecen, palidecen pero no encogen. Hablar de Nueva York será por mucho tiempo como esas declinaciones que me enseñaban en el colegio y se quedan grabadas para gastarlas como un cepillo viejo.


He venido como me fui: me sigo sintiendo atraído por las mujeres como dice Levé en su “Autorretrato” “con las sonrisas, con la conversación, con el afecto”. Por eso he entrado en mi librería de casi todos los días, con un post del Metropolitan de pegatina en la nevera, para mis dos amigas que me limpian a diario el estante donde tengo los libros apartados, esos que me esperan, ya son casi míos, recién salidos de las cajas de los distribuidores.


He notado la vida que dejé como la dejé: debe ser una cuestión de piel, de querer a mucha gente con la que no tienes que tener explicaciones; que anhelo lo mismo que anhelaba: una sensación continuada verdadera y sonriente, sin tener que hacer nada especial para estar siempre a flote con una sonrisa de viento favorable.

jueves, 22 de octubre de 2009

Busqué un acomodo suficiente


Siempre lo hago, y más luego de llegar desde el atardecer del “River Café” que te deja la noche prendida de cualquier situación: Nueva York, mi viaje, mi sueño; y entonces acoplamos los cuerpos suficiente. Fue la culminación de lo que en el otro post comentaba, una vez cruzado el puente de Brookling con todo Manhatan ofreciéndose, inexplicable. Son esos momentos que tienen una lentitud espontánea, sin intención de terminarlos, una fiesta sin preámbulos, un tiempo en que creamos entre dos la ilusión de permanencia. Nuestra cena, nuestra fiesta, la insistencia de los cuerpos, las pequeñas cosas imprescindibles en un cuarto de hotel luego: hasta la colcha medio rota, cinco estrellas en que alguna faltaba pero que no le hicimos demasiado caso. Fue un encanto, fue un estilo, una manera de ser un hombre y una mujer que se quitan entonces veinte años.


Los mismos que me quitaba, bien temprano, hasta alguna mañana que me defendía antes con la propia cafetera del cuarto, y acudimos luego a un desayuno de "parejitas" –que decía Mónica- con las tostadas más completas, los zumos, los expresos para atenuar el sabor del café americano. Me quitaba veinte años cada vez con el cansancio. Ya me acuerdo de aquellas zapatillas rojas, con forma de botines que quería regalar, buscándolas tienda tras tienda, por la calle 42. Hasta que nombrando en pleno semáforo el nombre de la que nos habían dicho que las tenían, lo de siempre, el habla hispana –nada une más que el propio lenguaje- te indica hasta casi con satisfacción y con cariño que es allí, bueno, dos o tres manzanas más abajo y menos mal que le había quitado antes del salir del hotel esos veinte años a mis caderas bien escaneadas en los controles de seguridad. Porque esas dos o tres manzanas pueden ser un pedazo de tu propia ciudad alargada de inmediato.

Me he ido trayendo de Nueva York, más que recuerdos, que los puedes tener fácilmente de tus hábitos diarios, sensaciones que casi no tienen nombre, poco me importa cómo se llaman los locales, si el “Metropolitan”, o el ”Moma”, son Museos que por nombre famoso ya ni necesitan nombre, la puerta te arrastra, las colas te llaman, la larga escalera para su acceso en el primero; y junto al arte como no, por la noche, los espectáculos de Braodway, juntos, recorriendo con ellos una vida nocturna que vas a elegir si quieres al momento comprando a mitad precio sus entradas en los puesto off o bien saliendo, a decisión ya tomada, del mostrador del Hilton de Tour y espectáculos.

Pero me daba lo mismo, únicamente quería más que un musical, en repetidas ocasiones visto en España, el tono, el sonido que engancha, que brilla, que se mezcla con la humedad de la boca en una cena íntima, jazz completo. Rindo la palabra por la música del saxo de Ray Gelato y todos sus acompañantes, en el “Blue Notes”. Me sentí aprendiz del movimiento de las manos de cualquier otro espectador, mientras cenaba como yo, como un registro propio ya, como una mística sin final, sin respuesta, casi sonaba igual que la música que escuchas cuando estás solo y no te aporta nada más que la música, una física privada, una danza imposible de seguir, una cadencia de los cuerpos que rompen definitivamente el silencio y precipitan los sentidos.
Ray Gelato empezaba con su música cuando se habían terminado las palabras, un concierto propio y acompañado entre los músicos y los que los oíamos, ignorantes muchos pero acompañados de las manos que se movían de aquellos que la sentían dentro, de las caderas que exigían la realidad de los vestidos, un desarme de la ignorancia propia del mejor jazz que he oído en mi vida en aquel pequeño restaurante –corrían para pagar las tarjetas de crédito en la oscuridad del local- y al salir, como ahora me quedé con las palabras que no supe decir pero con la música que sí que supe escuchar y admirar.

Nos retrasamos intencionadamente en encontrar un taxi. Quería recorer las calles del sitio, llevármelas un poco porque tenían un sabor indecente, sobresaltado, con la audacia propia en cada local. Casi éramos perversos porque no pertenecíamos a ese mundo, tenía un registro tan propio, sanatorios del alcohol sin humo, como cuando la piel es piel, o una tejida promesa de la penúltima caída.

sábado, 17 de octubre de 2009

Como una cintura ajustable para tener más espacios


Así he recorrido Nueva York, sus lugares nunca se terminan porque es una ciudad que puede ser lo que uno quiera. Aquí, en mis post sobre este viaje contaré mi turismo del asombro, del sueño, haré mía la famosa frase de Simone de Breauvoir que estando allí me recordaba Manuel García Rubio en su novela “Sal”: “Parce que je réve, je ne sui pas. Parce que je réve, je réve.” Allí estaba esa ciudad, más allá de mis sueños y para mis sueños.


Fui siguiendo la ruta de llegar hasta ella en el pequeño vídeo de la butaca del pasajero del avión que me precedía. Crucé así el Atlántico, tenía una cita breve e inmediata: “la Quinta”. Amaba la Quinta Avenida antes de llegar a ella por eso aquella misma tarde nada más dejar el equipaje en el mundo del Hilton –la negación de un Hotel, la similitud con la ciudad- quise empezar mi amor por esa ciudad a través de dicha Avenida. Para las mujeres el amor es más bien guardar cosas, para el hombre es robar. Igual que arrancas de una mujer su esencia más profunda, su lluvia de oro, amaba ya la Quinta, amaba ya Nueva York como puedes pensar en una noche de besos entregados.

Caminé por esa inmensa Avenida nada más llegar aquella tarde, seguro de mi esfuerzo, de mi búsqueda, de mi entrega, convencido que porque había soñado, soñaba. Se juntó ante mi vista el inagotable mundo del dinero en aquellos edificios de los grandes bancos, de las multinacionales del capital, incapaz de que mi vista alcanzara su final porque las posibilidades de mis vértebras cervicales ya no llegaban a más; junto a los inmensos edificios, los pobres puestos de venta callejera con camisetas “I love New York” a 1$ y perritos calientes o cuencos de extrañas frutas cortadas, todo a la vez, porque es eso esta ciudad, una primera Avenida sufrida por mis pies donde todo estaba unido, era un mundo completo. Os juro que estremecí, que apreté mis manos para que no se me escapara el sueño de mis sueños, que se quedara una huella en mi boca, igual que luego de dar un beso entregado y profundo. Eso fue ese paseo: besar una historia en lugar de una mujer.

Quizá la primera o la última tienda que se puede visitar es Tifany’s, (luego de regatear lo indecible en el Soho sus maravillosas falsificaciones, o la auténtica ropa Calvin Clain en Century a precios irisorios). Precisamente, el famoso joyero Tifany, con el emblemático Atlas sujetando un reloj encima de la entrada, parece querer ganar cientos de corazones, sus pequeñas cajas azules encierran sueños de muchas mujeres; a otras en cambio les basta la imagen de su presencia en la puerta, véase sino aquellas muchachas que observé fotografiándose simplemente en la puerta de la joyería, que no necesitaban anillo alguno.


Cuando al salir me preguntaron por aquellos tres pisos que visité como un espectador extraño y ajeno, no me atreví a decir que lo más bello me pareció el asilo de las visitantes de fuera, la desgana de sus caderas recorriendo la entrada, sin atreverse a cruzar el umbral, por supuesto. ¡Quédate, por favor! Decía cada joya en aquellas vitrinas a cada mujer, quédate con este anillo o con esta alianza para ver si el oro y los diamantes hacen posible que sea una alianza entre un hombre y una mujer precisamente. Los colgantes de corazones plateados “Elsa Peretti”, no aseguraban la generosidad que debe tener un corazón. Yo lo he buscado por otro sitio en mi vida, por cualquier otro sitio, sin principio ni fin, entre las partes repartidas de otra piel y la mía.

Voy a contar de la ciudad, parte a parte, cosas, seres, maneras de la gente que me llamaron la atención. Guías de turismo hay demasiadas. Con una bajo el brazo y una excelente compañía de quién ya había visitado la ciudad, Teresa, yo llegué a Nueva York para fijarme, para notarla, para caminarla porque me lo iban a permitir mis caderas. Aparqué mis deficiencias en las ocho horas de vuelo, entré de lleno, supe buscar mis momentos de pausa, cumplir los trazados con conocimiento, disfrutar en los perfectos cruces de calles y Avenidas numeradas con el rigor inequívoco que tienen los números. Nueva York además está trazada de tal forma que es sencillo ir cubriendo sus distintas partes.


Desde la primera tarde al sueño que traje libre le quité el pudor, borré de la memoria lo que no me convenía que había pasado, dejé libre y limpio el camino, llegué con un amor imprudente hacia una ciudad pero a la que no quería amar precisamente como a una mujer porque ésta debe conservar siempre lo que tiene de mujer. Y yo a Nueva York, no se lo iba a permitir.

La iba a robar entera. No volveré a escuchar en Blue Notes a Ray Gelato mientras su voz, su saxo mágico, los seis magníficos músicos que le acompañaban; ni tampoco volveré a vivir la más hermosa noche de celebración en la vida de un hombre y una mujer, en el River Café, dónde fue aún más exquisita que la cena y el servicio, el maravilloso local, cruzado el puente de Brooklyn con toda la vista de Manhattan desde el atardecer. Y hasta quién hizo la reserva desde España –nuestra imprescindible Mónica- recibió un e-mail al día siguiente preguntando por nuestro grado de satisfacción y qué es lo que se podía mejorar. ¡Inolvidable!

Esos momentos que os contaré se los he ido robando a Nueva York y muchos más que tengo pegados en la piel, en mi retina, que quisiera que me sobraran como una mirada siempre lenta, como un destino, como un vestido ligero y sugestivo en una mujer que apenas se nota, pero está ahí hasta que unas manos lo quitan, lo hacen suyo como yo hice míos muchas horas los espacios de Nueva York.

martes, 6 de octubre de 2009

Volveré a recogerlo todo


Ya lo dije la otra vez, el cambio de horario cansa al principio y al final, pero yo volveré para recoger todo lo que dejé, más bien a quedarme donde estaba, donde estoy, aunque hay un tema al que no le he visto solución, que al regreso será como si hubiera vuelto a cumplir los mismos años que tenía. De ahí que he eliminado casi todas las fotos viejas que no tienen ni arreglo ni con Photoshop, le he mandado una a una amiga para que la mire con la mirada ganadora de quién quiere ganar algo, precisamente, a lo mejor esa especie de paz que llega luego de un esfuerzo, el mío tendrá ese tono seguro de las cosas viejas.


Ahora que lo pienso, este viaje va ser como para hallarme mejor, a dónde voy, en la cortina del atardecer, que se me note menos hasta en la piel con la supresión en seis días de una parte de mi biografía, cambiarla por otra bien distinta, insistente, que la tenía ya hace años por cumplir y le tenía miedo. Ando haciendo pruebas estos días, me recorro mi calle toda entera en lugar de parar en sitios cerca, y me digo, ves, una cosas así debe ser la Quinta Avenida, pero mucho, mucho más enorme y más larga y con la experiencia sensorial, antes de que se me hagan viejas las ganas acumuladas tanto tiempo, tantas veces de pasearme por ella.

Suprimiré, pues, allí, las fronteras del esfuerzo como en una fiesta sabia de amantes maduros, un almanaque desnudo para que cada día dure más de lo que pienso que debe durar. Va a ser un viaje grandioso e íntimo, una forma de sabiduría que no tienen los libros, un anillo sin fecha, un horizonte que lo voy a notar hasta en los labios. Descansaré de mis otros asombros, de la beligerancia de la vida, de algún viejo beso que he escrito muchas veces poder saber darlo, rotundo y lento, y como escribió un poeta -más mujer aún que poeta- “quiso que fuera suya como nadie lo ha querido.” Descansaré de los sueños, de la complicación de entenderse con las bocas, de sentirme solo.

Pero prometo como ese viejo amante de un prodigioso cuento de Nuria Labari en que él le dice a ella: "Voy a dejarte en esta gasolinera. Volveré a recogerte dentro de veinte años. Yo tendré setenta y cinco y tú treinta y siete. Me reconocerás y todo habrá ido bien. ¿Entendido? Sal del coche."

Yo en este caso estoy seguro que a mi vuelta “todo habrá ido bien”; se me habrán terminado las preguntas que ya no me quedaban, traeré una nueva biografía, como dice mi amigo Leo, desde New York, New York, del
www.birdlandjazz.com , alias Charlie Parker (o el mejor saxofonista que ha parido la historia), situado en la calle 44ª entre la 8ª y 9ª avenida; muy céntrico y seguro también, actúa la CHICO O'FARRILL'S AFRO-CUBAN JAZZ ORCHESTRA.
En el Blue Note http://www.bluenotejazz.com/newyork toca -únicamente ese día- el 12- RAY GELATO WITH THE CITY RHYTHM ORCHESTRA, que es absolutamente recomendable. Ray es un vocalista genial; y hay posibilidades también de acudir a esos y/u otros sitios similares para degustar un BRUNCH, que es una especie de desayuno-almuerzo con Champagne, cocktails y música de Jazz que suelen darse los domingos.

Como veis llevo el programa en la mano, pero es seguro que volveré aquí de nuevo a recogerlo todo, a saber otra vez, luego del cambio endocrino y cultural de cualquier mala tarde o del cansancio callado y elegante, quizá note menos ese cansancio como esa especie whisky que emborracha lentamente: de la mujer con la inteligencia natural del cuerpo y la intuición del sexo. Volveré a la carne blanca y decadente con la oleada de Esencia Loewe que me pongo siempre; a partir de ceros otra vez, a hacer las cosas como se hacen y en la misma medida que se hacen, que ya son.

A imponer mi vida con la debilidad de mis palabras pero que me curan tantas cosas, tanta cosa. Volveré a recogerlo todo otra vez, sin dejarme nada. Junto a las personas y todas esas cosas, el deseo, esa tautología que tiene el deseo, ese pleonasmo, esa repetición, sin la que no puedo pasar sin ella.
Hasta la vuelta.