lunes, 27 de julio de 2009

Me he quedado sin pulso


“No es que sienta tu ausencia el sentimiento.
Es que la siente el cuerpo. No te miro.
No te puedo tocar por más que estiro
Los brazos como un ciego contra el viento.”

Ángel González

La cita proviene de un hermoso libro de relatos de Joaquín Rodríguez, titulado “Las mujeres que vuelan” cuya reseña incluiré en mi página web de literatura el próximo mes.
Pero me sirve, como me viene sirviendo toda mi vida la literatura irremediablemente almacenada en mi forma de vivir para que me permita al menos una disponibilidad de la escritura, o como en frase de Bolaño, “líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más.” Porque me derrota ya aguantar, porque me voy dejando de engañar a mí mismo sobre una fortaleza que quizá no tenía más sustento ni más ajuste que las palabras que leía.

He venido a un espacio muy hermoso, de esos que llaman urbanización para dar la sensación de que algún organismo estatal lo organiza. No, no es así, el “Mareny Blau”, ésta estrella de mar azul la urbanizamos unos cuantos con la convivencia del cariño, de las mañanas al sol para que los cuerpos se doraran, de los paseos por la tarde junto al mar donde estaba repartido gratuito el asombro, el beneplácito del silencio con el sonido del mar como techo.

He venido, otro año de nuevo, siempre ya falta alguno de la lista donde no hacemos lista, porque la vida si está se vence, se tienen los años en su totalidad, a veces se coge algún atajo para evitar que no te noten lo que se nota. He venido otro año, eso, a cumplir años, nadie te los pregunta ni te los cuenta, yo siempre digo que estoy bien a la típica de pregunta como si fuera un estado de embarazo, estoy bien porque no entro en los detalles. Los detalles me los quedo, son la parte más personal que tengo, son el sombrajo de mi memoria, confesiones que no le deben importar a nadie porque siempre se han producido luego de un coito, de algún hábito, de la ilusión de permanencia, del beneplácito que me dejan mis propios silencios. Esos, mis detalles, incontenibles y propios.

Aún me queda en los viales que recorro más o menos -siempre tiene que ser más o menos- el gesto, la cercanía de un amigo, su respeto con forma de antigüedad bien llevada, como una dictadura de la vejez que lo despeja todo, puede ser al pararse a saludar a alguien, como una tarde alargándose, un tiempo de sobra, prestado, cualquier cosa que no viene a cuento, el desgaste de aquel presente que tuvimos juntos, un descuido, una desactivación, una falta de pulso.

Así me siento, como si me hubiera quedado sin pulso al venir a estos terrenos propiedad del mar, lo urbanizaron su arena y sus aguas, su gente tumbada, los niños que traje que se empeñan en volver hasta que un día me tengan ellos, ya bien adultos, que traer. Pero mientras no sea así, aquí, separado de mi mundo habitual, de mi rincón con libros, asiento y silencio, he de reconocer no obstante que “estiro los brazos como un ciego contra el viento”, que ya no puedo tocar la misma mar intacta, que mi goce es inferior, que lleva razón González que tengo el sentimiento pero no la tiene ya el cuerpo, que busco el lugar exacto y propio donde estuve, las huellas de mi sobre la arena y no quedan, debió de ser como un malentendido con la literatura que yo llevaba y el llanto pesado que ahora tengo.

Venir aquí ha sido sentarme sobre la propia melancolía. Fui poderoso muchos años, hasta le daba severas órdenes a mi perro al llegar los fríos viernes del invierno cuando lo dejaba suelto y le decía, “a la media hora te quiero aquí”, haz lo mismo que voy a hacer yo en la terraza: el oficio de abrazarme a nadie y sentirme propio con las personas que habían llenado mi vida todas las semanas. Ir allí venía a ser como dos enamorados, con los niños por el parque y nosotros en el lecho –sin que hiciera falta tener lecho- para no cansarnos de nuestros propios olores y nuestros sabores.

He venido aquí y como siempre me he quedado sin metáforas y no encuentro las pasiones, sólo noto con el aire las arrugas del contorno de los ojos como redes de pesca cargadas de miradas, sólo noto las palabras que dije cada viernes cuando ya tranquilo me sentía como poeta de café, venido a menos pero con la piel todavía tejida de empujones.

De todo ello no nota su ausencia mi sentimiento, lo notan los brazos que estiro, el alma, los suspiros, la boca abierta y muda, el límite voraz de todas mis sensaciones.

lunes, 20 de julio de 2009

Se me está terminando la magia


Hasta en los sitios donde estaba tranquilo cada verano exclamo: ¡la que se me viene encima!. Destruyo así, en las líneas de la mala recepción a forasteros propios, su comienzo bien ganado de descanso. Pienso egoístamente en mí, en ángulos que resultaban cómodos, en no echar ya cuentas, en acercarme más a la incertidumbre de la edad: porque creo que lo dije alguna vez que la edad no es algo fijo, ni una cifra concreta, insultante y voraz. Estoy a punto de cumplir otra nueva edad real –a ver cuántos días faltan, da lo mismo los que falten- pero en cuanto la tenga, sea de mi propiedad, la dejaré atrás lo más rápidamente que pueda. Mi celebración con los míos consistirá en pensar, más o menos, estoy como estaba hace un año (ninguna garantía de prestigio) quizá en este haya el peligro de ese mal hurgar en comportamientos que a todos nos suena como una mala entonación de principios, de esos que nos enseñaron de niños recién venidos.

Pero yo todo este tiempo he ido construyendo una magia propia que me quitaba de la cara forúnculos de vejez puestos al revés, impedía hasta a veces en parte ese pequeño y cautivador temblor de las manos que servían incluso para lo que llamaba mis caricias: ir acumulando libros leídos dentro, asentarse en un miedo bien armado de recuerdos; las secuencias de palabras que siempre tengo. A eso le he tenido tantas veces miedo, que se lo sigo teniendo. Y magia tuve también por dentro o haciendo sitio fuera al último escalón de la escalera de los labios, imprevisible, intacta como el color de una risa, no me digáis que consiguiendo creérselo no se acumula una propiedad, que precisamente es la que noto que ando perdiendo.

Entonces, qué hago al cumplir más años si supongo que no existe ninguna edad correcta, todas tienen sus más y sus menos de lo que parece a simple vista. Te vas acercando, pues ya tengo tantos años e incluso pienso en ese futuro que se me viene encima y sigo queriendo saber qué va a pasar más adelante. Yo acudiré a él como más adúltero o más desnudo, sin haber sido infiel, ni haberse desprendido de la ropa que permite la asiduidad de la noche completa, las manías del goce, las imágenes de los sueños murmurados apenas y los espantos contados, el abandono de la desnudez y luego del sueño saber extraer el mejor secreto que tiene el lenguaje, la luz, el día luego, la ropa que te vuelves a poner.

Todo eso formaba un conglomerado mágico y tranquilo que se va pareciendo cada vez más a todo lo contrario: a una fecha de caducidad más próxima, a preguntar en ese diccionario “abierto por inventario” que han escrito varios escritores: "- Maestro ¿Por qué la felicidad está siempre en la otra orilla?
-Para que cada uno aprenda a construir su propio puente." He aprendido mucho en ese diccionario, he buscado mi puente como “un compendio de creencias, un prodigio de síntesis." Creencias me van quedando pocas, las síntesis me salen cada vez peor –incluso las propias-

Todo esto tiene el mismo origen, la misma palabra como punto de partida: la insaciable ley humana del deseo. Quiero más que tengo, que no se me terminen los espacios, que de verdad voy notando que se acaban como una ecuación de segundo grado que nunca supe resolver.
Me siento ya como madera de barco viejo que por ni dimensión ni atractivo tiene hueco; soy tan solo ya tarde de humo y lectura eterna; dolores de pliegues que siento siempre, formas que ya ha adquirido mi vida con las que me hago daño con un mal que no está hecho ni pagado ni terminado. Simplemente convive con todo, y como hombre sólo percibo a veces el cansancio de ese daño. Siempre queremos un borrón completo, un hacer que no duela, una acumulación de lo que ocurre en otro lugar de la conciencia.

Pero que me quede algo todavía de la magia que tenía antes, como una mujer que pone las piernas sobre los hombros para que el hombre llegue más hondo aunque detrás esté un daño indecible y amargo. Igual –ya que he puesto el símil- que la carne se verifica, dejarme el eterno hueco que siempre tuve para las palabras. Al menos que me entiendan las mujeres porque para mí siempre me dan una sensación de eternidad como un túnel que tiene la esencia del mundo. Necesito tenerlo cerca. Hace poco me dijeron “date tiempo” para asimilar realidades que ignoraba. Pues en ello estoy para no quedarme fuera.

miércoles, 15 de julio de 2009

Pasciencia e incertidumbre


Me pregunto cada vez más veces si me queda ya retorno en las palabras, si interesan a alguien, si se entiende que sobre todo busco un hedonismo armonioso, una paciencia que cuento pero que hay que alimentar de la incertidumbre de lo propio y de la que encontramos en lo ajeno. En el fondo cada vez es lo mismo, me gustaría esa intensidad tan especial a todas horas como un vals de la vida que bailas sin cansarte y sin cansar, una especie de lentitud luego del coito con la vida con todas las partes del cuerpo por pequeñas que sean.

La paciencia también es el precio de haberte equivocado tantas veces, la resaca de la noche al despertarte que se espabila a la vez con mi sistema nervioso. La paciencia tiene fijo un lugar en mi cuerpo, un altar de sacrificio, una inalterable necesidad de vida adulta, mi manera de sentarme o de permanecer de pie y caminar. Hasta llegará a ser si sigo escribiendo sobre ello, la figura de un hombre con forma de querubín rodeado de amadisis, de novias desnudas, como un amante antiguo que es capaz de arrancar el placer del otro en el momento exacto y sin esfuerzo.

Pero no me quedaré desnudo de incertidumbre, de saber qué viene luego para esclarecer toda cosa complicada y problemática. No quiero dar la imagen de hombre quieto por muy quieto que tenga que estar, tengo un afán afásico de gozar la vida y para eso necesito la inquietud hasta de mi propio entendimiento. Y por eso empieza a dolerme demasiado que alguien confunda mi paciencia, mi silencio a veces, que rehúya necesariamente el movimiento con que no busque todavía de la vida como ese cuento excepcional que todavía no hemos leído, un viento para violar la piel, hasta me atrevo a decir que metidos en el amor, llegar a algo exagerando la curiosidad y la indecencia.

No quiero que se me haga tarde, que se me haga más tarde. Necesito que me espere alguien siempre como una simiente aún, una aventura, la gruta de unas axilas con unos presentimientos aún gozosos. Me bastará –pido poco- que me miren con cariño para que mis engranajes funcionen, para que mí paciencia sea válida, utilizable y mi incertidumbre con la misma inquietud que puede tener un beso, el caminar de una mujer con sandalias de tacón alto, vaya donde vaya el improvisado placer que parece que si uno da rienda suelta la vida lo tiene todo calculado.

Pues si es así, y están ambas apoyaturas a mi alcance, prometo subir las escaleras con más seguridad, casi con la elegancia que puede darme la mano firme de una niña dueña de un cariño consistente que hace sentirme precisamente consistente. Quemo mis dedos, y las palmas viejas de mis manos como si aún me quedara por escribir en este bloque de hojas propias lo mejor de mi vida. Quemaré si es preciso para demostrar mi paciencia y mi incertidumbre mis dedos en el fósforo que puede tener una cintura querida; gastaré mi consistencia lo que haga falta con besos con forma inquieta, igual que mis palabras; iré contando más o menos cosas porque lo demás ya lo cuenta el cine de los ojos quietos en otros ojos.

Escribiré, ahora que pienso esas cartas tan íntimas y tan desvergonzadas con chasquidos de sexo que se abre, con sonidos que llegan desde dentro de alguien y que acaban siendo propios. Haré historia de mi pobre historia pero eso sí como un cuerpo profundo cruzado de pasado y lleno de las dentelladas que da la vida en las respuestas.

Más o menos, para que no se sepa de mí, qué es lo uno y qué es lo otro de lo que titulo como paciencia e incertidumbre. Escondidos los hilos de las cremalleras de los quirófanos donde estuve, enamorado del analgésico sorprendente de lo profundo que sepa darme alguien. Como un dibujo que acabo de ver o una imagen que siempre me cautiva y sorprende: ella se cubría con una camiseta sólo para tapar un instante el desnudo, el sujetador no existe, una zona abierta y desdibujada de los muslos para que el cuerpo recuerde su memoria de cuerpo pausado y exigente en su dominio.

miércoles, 8 de julio de 2009

Asombro y asombroso


Por mi afán de vivir, de ponerle pasión a todo, de utilizar el pensamiento con el viejo y torpe mecanismo de las palabras, me acerco cada vez más a ese balcón que no es enseñanza para nadie cuando lo cuento porque me enredo muchas veces precisamente con el verbo. Pero para mí es la manera de poder seguir viviendo con un ápice de asombro e intentar así parecer que llevo a cuestas unos pensamientos asombrosos.

Cada vez sé qué gusto menos porque empiezo por mí mismo, pero no me puedo ni me quiero liberar. El pensamiento me lo dieron y lo vengo llenando ya hace mucho tiempo de una enorme curiosidad para ver cómo quedan estas cosas desde cerca. Ya me lo dijo hace días la Mastreta: “de aquel lado nadie ha vuelto y me gusta vivir en este”. Pues en este lado vengo llenándome de asombros, a veces, con la enorme cercanía que puede producirse entre las personas que lo intentan, que se esfuerzan, que entre ellas mismas también si lo contaran producirían un enorme pasmo.

Soy curiosidad, soy razón, soy amor que a veces hasta dejaría con un beso prolongado en un paso de peatones con el semáforo en rojo. Es hermoso que eso puede producir inquietud en los conductores que sólo quieren ya llegar pronto a cualquier sitio, y sin embargo uno, besando de ese modo, ya ha llegado, su andadura permanece, no necesita el cambio si detrás de ese beso además hubiera alguien que fuera dejar testimonio de su existencia con “versos sin remedio” como yo le llamo cuando se es poeta sin intentarlo.

Asombroso nunca lo conseguí ser, el término con que me rebatían era “medianía” como si la conducta humana hubiera que medirla y no fuera cuestión de aliento, de color de pelo, de una forma de pensamiento, de tener una humanidad dentro fuerte frente a cualquier tipo de engaño sin que esos intentos lleguen a dejar rasgos y jamás uno los convierta en propios.

Asombroso me gustaría poder ser sólo con el lenguaje. Ya es toda una vida diciéndole al cerebro vete allí, cógete unas cuantas palabras –y gusten más o menos a los demás- las metes en la metáfora de siempre, porque me lo dijo Umbral, que escribir era eso, tres o cuatro metáforas. Ahora además hay un inconveniente, que si algo no lo sabes o no lo tienes, te dicen enseguida, descárgatelo de la red. Pues yo entonces siempre digo que para resultar ser más o menos asombroso lo que diga no puedo haberlo buscado en internet, porque entonces tendrá un anonimato imposible de quitar por más que intente vestirlo con rasgos inconfundibles de mi personalidad, de mi ser, de mi insomnio mal puesto a la hora de dormir, de formas de dolor con las que ya he cumplido veinte años de aniversario y he sido capaz de apagar las velas de la tarta y era mucho apagar.

Ya sé que cuando mayor es la promesa más importante puede ser el fracaso. Pues vengo aquí y ahora a arriesgarme: me acostaré cada noche sin ápice de ceniza en ningún sueño y menos si me lo aporta un pedazo de correo que no sé porqué le llaman tan feo –electrónico- cuando es todo carne y sentimiento; una enorme armonía en cada intento por andar un poco armónico con la vida, ¡nada menos!; la promesa de nunca separarme de quién sin tenerla cerca sentiría enseguida un vértigo especial si la perdiera; enseñar a los demás esa especie de paraíso propio que todos llevamos dentro.

Más o menos, eso y lo que me venga ocurriendo, mi manera de defensa, las fuerzas de reserva que tengo que os aseguro son de mi propia humanidad y no tienen nada que ver los libros, me los dejo olvidados cuando hace falta echar mano de ella. A eso yo le llamo, que me instalo, como quien toma sitio que no se lo va a quitar nadie, es mi asombro y mi manera de parecer asombroso. Será mi aurora, mi anochecer, mi mediodía.

Es mi forma de luchar contra esa soledad que todos llevamos dentro, que nos proporciona conocimiento y sabiduría, es indudable, pero que nos quita tiempo y vida. Por eso hoy vengo empeñado con las formas del asombro. La más propia, la que suelo emplear es empañarme del mecanismo del lenguaje y del tacto, porque si te escribes con alguien siempre te imaginas el tacto ajeno, su susto, su cercanía, el placer del vértigo que suelen dar las manos, el contacto cálido de las anatomías encajadas.

Todo eso te lo puede dar la escritura, si la traes de casa bien hecha con una ternura de cuerpos imperfectos, con el pathos de la lejanía y a partir de cierta edad, no sé, como un tracto sucesivo de entre pierna.

viernes, 3 de julio de 2009

Mi viaje sin libros a los libros III Jornada


Y llegamos al tercer día, a la jornada de clausura. Antes, una tarde –y no sería noble no mencionarlo- José Antonio Lasheras, director del Museo Las Cuevas de Altamira, no nos lo enseñó, nos lo hizo creer, lo que era tan difícil de creer, se inventaba los miles de años como quién habla de ayer o antes de ayer, pero fue capaz ante la bellísima reproducción de lo que fueron las cuevas de mantener la atención y en mi caso hizo imposible el cansancio. ¡Dímelo al final, me advirtió! Y vaya si tuve el honor y el placer de decírselo, dos horas y media más tarde.

En esta tercera jornada, Antonio Muñoz Molina nos iba a hablar de su obra, serena y acreditada que como le dijimos en el mismo tren de vuelta a Madrid desde Santander, venimos leyendote en casa, mi mujer y yo hace cuarenta años. Sus 24 novelas han sido eso, novelas para nosotros, nos las ha hecho creer todas porque tiene una capacidad de creación, una calidad y una sencillez en el lenguaje que es difícil superar en la novelística española de este último cuarto de siglo.

En Santillana del Mar fue mucho él, pausado pero exigente con el auditorio y hasta se resistió a pesar de horarios de aviones de regreso que nadie abreviara o le pusiera término cuando en el coloquio, en la mesa redonda con críticos y profesores se explayaba en sus formas, explicaba por qué ese amigo le decía con tono de reproche que no entendía con tanto viaje, tanta vivienda siempre estaba en el mismo sitio, entre sus libros, sus discos, su pantalla del ordenador. Fue un Muñoz Molina generoso que no tuvo pegas en reconocer que para escribir hay que buscar el momento de la “inspiración” que a veces llega no precisamente en nuestro puesto de trabajo, sino en la calle, entre la gente. La palabra y el sentido de lo que queremos decir vienen cuando vienen, cuando detrás hay ese poder de creación que posee Antonio.

Así lo confesó con humildad ese hijo de Úbeda, a quien su padre ya intuyendo su futuro, le dijo un día subido en el burro, búscate, hijo, un trabajo a la sombra. Su castellano tiene una suntuosidad profunda y una casta y tono viejo y esa inspiración, sin buscar eufemismos de que habló; “surge como venida de ninguna parte, y sin embargo ha requerido toda la experiencia de la vida, todo lo que se recuerda y todo lo olvidado.” ¡Ahí es nada, recuerdo y olvido! La templanza de una literatura que le viene sola, que la trajo del periodismo y ahora lo sigue haciendo con una gran altura cada sábado en “Babelia”, el suplemento literario del “El País”.
Muñoz Molina tiene en sus novelas la cautivadora presencia, crea como un sistema de sombras en sus letras, una manera de ser novelista, que lo ha hecho un tremendo novelista, le ha llevado a la Academia, a dirigir el Instituto Cervantes en Nueva York, a saber vivir allí y poder contarnos lo que es ese país, hasta tal punto que constituía un deber de gratitud entre aquellas mesa en forma de café en la sala donde se celebraron las Jornadas de “lecciones y maestros”, rendir culto a un maestro, que nos anuncia humildemente en el tren su próxima novela en Noviembre y cuando le interrogamos como quien no quiere, no sabe si es como “El Jinete polaco”.
No, no lo va a ser, sino una nueva novela de Muñoz Molina. A mí me va a servir para seguir leyendo y quitarme de en medio la vejez que me aprieta muchas más veces de lo que piensan los que me leen en este blog, un artilugio bien inventado donde pedazos de literatura siempre se pueden encontrar por ahí sueltos para que alguien les acerque su soledad o su ternura, o ambas cosas a la vez. Porque es cierto como dice Paniker que “la vida es limitación y en consecuencia obligación de optar; ahora bien hay momentos en que uno acierta a conciliar contrarios; entonces se está a la vez de ida y de vuelta, se es a la vez ingenuo y lúcido, joven y viejo.”
Por ahí ando yo pidiéndole a los libros como si fueran mis contrarios bien elegidos y en este viaje a ellos, pero sin ellos, he aprendido en “lecciones y maestros” que la luz del amanecer no tiene a veces piedad de nuestros cuerpo porque nota que tenemos los ojos cansados, habrá que rendirse pues, sólo para leer, ya que uno no sabe apenas escribir, a mantenerse en esa iluminación sensual y gratuita que he disfrutado estos días en la Fundación Santillana del Mar.
Gracias, maestros.