domingo, 28 de diciembre de 2008

Querer es mi código

Si me paso tiempo sin ejercer mi derecho podría convertirme en una planta que se habría muerto. Por eso mi empeño –si es que tuviera el don del lenguaje- en buscar en la intención de cada rostro, diecisiete maneras de sonrisa o un poco más y poder expresarlo. Querer es mi código para que pueda todo tener un día arreglo, o a medias o algo. En los casos en que no es del todo, queda la cicatriz de la tristeza, que bien mirada nunca tiene fondo porque es algo similar a estar muy cansado y lo estamos muchas veces.

Ejerciendo ese código, lo ideal son ciclos alternativos de obscenidad y de ternura, invirtiendo esfuerzo y tiempo. Me he rendido muchas veces diciéndolo, pidiendo a voces la respuesta adecuada a mi empeño. He gastado lenguaje propio y ajeno, salvando en vano el tiempo que se me ha ido yendo, día a día con pérdidas amargas o con ilusiones que no iban a ser mías. Qué mal he ejercido toda esta legislación entre hombres y mujeres, al menos la mía propia.

Pero me va a dar lo mismo, cuánto más tarde en decirlo va ser peor; tengo una alameda abierta de palabras para que las coja quien quiera, quien me lea, quien me quiera, quien esté dispuesto a practicar las leyes que tienen el amor y sus leyes. Ando sobrado del placer que se necesita, lo expondré con rigor y desvergüenza; veinticuatro horas sin quejarme, sin que nada me duela, veinticuatro horas alargando los brazos para tocar a alguien.

Ya va ser manía, buscaré por todas partes, por sitios habituales en que se me conoce, confortables, casi importantes, o los más oscuros con las mujeres esperando colgarse de lo que no puede tener más significado que un cuelgue: manejo sin incidencias de palabras, esos sitios del deseo –gratuitos para los deseosos- donde esperas justo el tiempo tierno y excitante y averiguas que el universo si está bien hecho anda lleno de placer ilimitado.

No me cansaré de nada que tenga los artículos del código. Ya lo sé que hasta follar cansa, que la seducción puede ser una simple manía; que me ha entrado el viento de la edad por la ventana cuando intento volver a desnudarme lentamente para corresponder así a la otra parte contratante. Una mujer desnuda es una vocación para las manos, una fiesta, un despilfarro, yo lo he leído y confirmado en algún sitio en estos últimos cincuenta años.

Ni me engañaron los libros, ni las ganas que haya sido cierto, era como una estrategia para vivirlo, aprender a escribirlo luego mientras lo estaba leyendo y nunca tenía el final lejos. Junto al código de querer a alguien, puse al lado siempre el de la lectura, la música, los cigarrillos, la cerveza y el sexo. Si se me terminaba la cerveza siempre había un buen vino o lo cataba yo o lo cataba ella para que terminara siendo cosa de dos.

Y entre mis excentricidades o mis necesidades –llámese como se llamen- siempre estuvo gritar para que se notara, relativizar lo que estaba en juego, aprovechar los huecos, la curiosidad de todos esos huecos. Conocerlos, estar dentro de ellos exige un grito, una forma de código, es cuestión de poner entusiasmo y mi propio lenguaje que no se me acababa.

Porque con mis palabras siempre pongo promesas e ilusiones, quiero sobornar con un lirismo preciso, romántico, lleno de resaca de la última vez. Y además intencionalidad, metáfora y la sacralidad de la anatomía de una mujer. Ya me imagino unos pechos erigidos en sistema, un pelo de miel quemada, sus altos simbolismos y al final los ojos cargados de mirada.

Así no lo puedo evitar, mi código es querer.

martes, 23 de diciembre de 2008

"La cultura vale la lucha"


Son palabras de Hemingway, eso es tener lo básico, hasta la manera de poder rebatirle al poeta Valverde “si es que el tiempo se detiene/o eres tú mismo/el que, sin previo aviso/se ha dado finalmente/ por vencido”. Lo he dicho muchas veces y lo voy a repetir de nuevo cuando todos celebramos una insistencia de tener la fiesta encima: no me doy por vencido.

Mi fiesta es un aprendizaje, un desahogo diario que muchas veces no sólo me lo proporcionan los libros de encima de la mesa. Ya que estoy escribiendo en un espacio ancho donde podemos llegar a conocer lo que nunca tendremos y ponemos cariño sin saber bien por qué.

Preguntaremos desde una bandeja de entrada con letras en negrilla, poco sabremos, “gallega y callada”, pero con una aportación a la cultura cimentada y propia que anticipa la lucha y la manera de no darse por vencido nunca.

Pero seguiré el camino comenzado un día hasta hallarla en una cima muy alta donde pueda divisarla desnuda y hermosa. Así podré desarrollar, como dice Manuel Vicent desde mi mismo Mediterráneo esa estética escondida que lleva en su interior “un desorden muy difícil de aceptar”. Pues me captó para siempre la posibilidad de esa estética que podemos llevar a medias sólo con el sueño de la desnudez ajena, pero desde esa cima tan alta y tan llena de fortaleza y sabiduría como jamás conocí.

Y en mi ropaje lo de siempre: la cercanía de los libros impacientes, mi manera de contarlos, de buscarles la imagen de reclamo como un día la generosidad de Jorge Herralde me dio de sus portadas de Anagrama para “acércate a los libros”. “Toma la que quieras, pones el origen bajo y basta, que tú eres librero de entretelas” o "colmenero" como me llamó un día Limón Ceutí.

Uno adquiere moral, maneras de entenderse para toda la vida: es lo mismo modales y cultura. Por eso a mí me pasa que siento como mi mejor defensa, un empuje profundo, actualizado día a día (el pasado para los que lo han pasado) que me lleva a un mar de mi tierra en que solo desnudo sabré si podré sobrevivir. Y digo adrede desnudo porque desnuda la tengo que encontrar.

Se va desgarrando este pozo de escritura y sigue siendo a medias aunque no se note. A la vez me desgranan un poema adrede en esa bandeja de entradas, que leo con pausa, pero lo que siento me resulta inevitable: cómo cada mañana hacíamos a la música querida y compartida. Es verdaderamente único el reflejo de escuchar a la vez dos personas, la voz de Ainoa Arteta que le devuelve la vida a su AMA y a nosotros nos la canta desde “La golondrina”, o el “Lamento boricano”, ó su propia vida antes de un “Ne me quite pas”, inmortal, imborrable. La voz hecha para la ópera en la canción barroca y provinciana. Este compartimiento sí que es el chat del sentimiento, sin palabras ni huecos, no hace falta conexión alguna.

Por todo esto son ciertas y mías las palabras de Hemingway que “la cultura vale la lucha”. Para mí lo es mi propia resistencia, mi insistencia en tener otra vez lo más bello que tuve; de llevar en los dedos la orilla de los libros; de esa verdad de Eloy Sánchez que es la parte con que empiezo mi diario cada día, que “a cierta edad, un hombre no se engaña y sabe lo que ha sido en su existencia de veras decisivo”. Lo repetiré siempre.

Pues venga la cultura y lo que fue ésta en lo decisivo, en lo que tuve y sigo teniendo: repetirse las entregas y las respuestas, ya lo sé. Hata que llegue ese encuentro y tocarse luego, porque ya lo dije en voz de Milena Agus, "es terrible que no toque nunca nadie." Por eso dentro de la sinceridad y la propia intimidad nunca callaré lo que no tiene posible silencio y la necesidad manifiesta de que amen siempre dos, jamás es bastante uno, y si amas lo sabes, lo dices, ya no te aguantas porque lo único que tienes que aguantar es la vida.

Así casi te sientes inmortal para seguir venciendo.

EL ABOGADO DEL DIABLO


Por el Diablo Cojuelo

Después de haber ejercido 38 años de abogado, visceralmente y como es mi deber me pongo siempre del lado del malo, que al fin y a la postre viene a resultar el menos malo; en el noventa por ciento de los casos el bueno acaba siendo peor.

Con anterioridad a que se “inventara” en mi país la separación y el divorcio, en aquellos matrimonios de hostilidad declarada y guerra sin cuartel en casa en que la madre demonizaba al padre frente a la prole, le resultaba a aquella un gol en la propia portería, porque al fin de la jornada, el hijo, en su subconsciente –y a veces a conciencia, se quedaba siempre con el padre. La vida es paradójica: de la aridez brotó el caudal y de la aspereza dulzura.

Sí; el malo es el menos malo. Y, si no, fíjate en lo que te voy a contar. En el pueblo donde pasábamos los veranos cuando era niño –la que luego resultó ser la etapa más importante de mi vida, había un lerdo, un pobre infeliz, al que la parroquia tenía entre ceja y ceja porque decían que molestaba a los niños. Hoy es mucha moda. Aunque nos lo habían pintado como el mismísimo Belcebú del que debíamos huir tras santiguarnos tres veces como exorcismo, yo tenía por entonces la edad de los tebeos y amí nunca me importunó. Bien, por el contrario, lo veía tímido e inocente, me daba lástima cuando pasaba, una y otra tarde, por frente a su casa y lo encontraba meciéndose en una silla de enea ensimismado, como ido. Adiós Eustaquio, le decía al pasar; y él levantaba una mano.

Pero el personal erre que erre: que molestaba a los niños. Hasta que un día, con ocasión de las fiestas patronales, se organizó una cacería, día y noche, en la que tomó parte todo “macho” de la comarca; y comoquiera que Eustaquio apostaba por el malo y les espantaba la caza, acabaron cosiéndolo a perdigonazos, dos pájaros de un tiro, dijeron, que hemos librado al pueblo de un bujarrón de mierda.

Los autores de lo que llamaría “el magnicidio”, debían de haber paseado después por todo el vecindario –como hace el que mata a una alimaña, en una bolsa la cabeza de Eustaquio y en otra ir recogiendo la voluntad por el servicio prestado.

Al médico, que rendía visita a la aldea dos veces al mes, se le oyó decir por lo bajo que Eustaquio era retrasado mental –si no subnormal profundo. Por su parte el cura se refirió en el sermón a “un desgraciado accidente” –ellos siempre con la verdad por delante; y en el entierro, tras el cadáver, figuraron con su traje de domingo la fuerzas vivas: el Juez, el Regidor, el Reverendo y demás…, no sé lo que iba a decir: los buenos Bienaventurados los que padacen persecución por la Justicia.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

He elegido el ocio de las palabras y el cariño

Quiero salvar aunque sea en vano el tiempo que se ha ido y no perder el que me queda y para eso no queda más recurso que enriquecerse con el ocio porque ya estamos en la madurez, lo adulto, lo consumado. A lo mejor eso ni existe, llevábamos el mañana dentro y eso ha sido el tiempo que ha avanzado. Pues en ese tiempo de luego que solo retiene los restos del recuerdo, me he plantado entre medio –erguido, me aconsejaron para vencer mi forma de caminar- y elegí entre tanta confusión: las palabras y el cariño. Siempre insisto: para no llegar a verles nunca su final.

El cariño es fácil: una mujer puede ser a la vez la verdad y la belleza. La verdad porque puede decirme lo que necesito escuchar, ya me encargaré yo de darle tinte verdadero porque proviene siempre de la intención; la belleza en esa vida más alta que todos buscamos. En cuanto a las palabras, estaremos de paso con ellas, duermen, hasta que alguien quiere, las despierta, les da sentido, las necesita.

Se me van cerrando carpetas, sitios que podía llegar y ahora no llego y lucho porque se me abran huecos nuevos. Todo tendrá sentido si con ayuda del cariño que pongo al decirlo, acaban siendo formas nuevas de mantenerse en la vida, el ocio elegido con esfuerzo y empeño. Que no me robe nadie tiempo porque me falta tiempo, elegiré las maneras de darle mejor sentido, riqueza y atractivo. Así voy haciendo el camino para el rito del cariño porque ganadores son sólo los queridos hasta la empuñadura, vamos haciendo sueños, palabras hasta desbaratarnos, siendo capaces de alimentar un escritorio público descarado y tierno.

No puedo pasar ningún amanecer quieto sin pensar en que alguien me esté queriendo, cierro a veces el libro y eso es lo que creo para que cada palabra tenga su sustento verdadero, la que estoy leyendo, la que voy a escribir luego. Así me voy imaginando el propio cuerpo ya, con el que después le pide sitio, la excitación que necesita seguir siendo excitación.

Necesito inventarme para cultivar ese ocio algún disparate, lo que diga la razón que no debe ser cierto, donde falle el cálculo, la prudencia, hasta el miedo. No, nadie nace terminado y yo estoy así de esa manera en eso, en ir terminándome pero con la mejor resistencia a que se acabe.

Agotaré siempre que pueda ese fácil sistema de no pensar más. Haré lo contrario, pensaré en lo que viene porque me lo habré fabricado, me lo estoy haciendo a ratos: el libro siempre abierto, la apagada música como si viniera de lejos que me pongo cada mañana en compañía persistente.

Quiero el aprendizaje de quedarme, de aquí no me tira nadie: os lo dije de la mujer verdadera y bella, el ruido de los besos y la risa que viene luego; las debilidades de uno y otro que juntas ya van siendo menos debilidades; el problema y placer de contarlo luego. Por eso, para que me basten las palabras para poder penetrar en cualquier otra vida, preparando –ya que estoy en el ocio- el abrazo libre y promiscuo.

Más o menos todas las vidas acaban en derrota, se anticipa el físico y lo otro viene luego cuando se sabe de verdad quién eras. Pues yo quiero que la mía no se acabe, que se entretenga: con la lectura, ese vicio impune que decía Larbau, con el silencio de una madurez que se resiste a que la llamen peor; la piel que puede ser necesaria para la lealtad con otra piel.

Siempre termino en el mismo desvergonzado camino, como en ciclos sucesivos de obscenidad y ternura. Podría ser una forma de titulación a todas las palabras: la obscenidad del empeño, diciendo, escribiendo; la ternura de la penúltimo caricia porque nunca se me acabará el cariño.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Una aventura no planeada


Con una melancolía propia y repetida, cada uno saca lo que saca, porque me aterra estar solo, una forma de expresar el amor. Aquí vine con restos de palabras no siempre desperdigadas al quedárseme los ojos insólitos ante cada respuesta, cual una bruma que se me abrió de pronto y me puse a escribir como en este escritorio más de cerca, que podía ser compartido; y eso no es un oficio, se parece a una enfermedad. Terminas de decir en cuatro líneas lo que no puedes contener por dentro, así -al primero a ti mismo- ya no le debes nada a nadie. Enfermedad o aventura, tanto da, nada te va a salvar la vida, pero la apoyas cada vez que escribiendo le vas dando a todo tu propio sentido.

Aportas entre las líneas -dentro de mi desconocimiento- pequeños puntos de contacto, esos que son como media vida luego. Cada vez que escribo no concluyo, empiezo ese polvo de verbo que todos tenemos dentro. Estreno cada vez y cada día una ilusión, al menos porque es la del día. Cómo la cuento, cómo la escribo no se va a repetir, no sé si es una forma de intentar ser feliz -caso que quiera realmente serlo- pero tiene la entidad del arranque, del instante. Detrás de cada escrito está mi vida, la forma en que la vivo o la quisiera vivir, nadie me la va a medir, ni podré saber de su talla ni de su medida.

Escribiendo, me parece, que me llevo el lujo a los labios -sitio, por excelencia, para saborearlo porque es lo último que suele ir madurando-. Uno empieza a escribir para escaparse de la vida, luego sin dejar la literatura -con ella a tu vera- vas encontrando los caminos de esa aventura no planeada que te lleva desde los labios, donde tú quieras.

De verdad no escribo ninguna historia propia pero siempre se escapa en la manera de ponerme, las señales que todos llevarnos a medias al menos en alguna mirada. Escribiendo noto rasgos que antes no sentía por no saber contarlos: una especie de serenidad hasta en momentos en que pienso, me sigue faltando palabras ajenas. Quiero así encontrar el sitio justo, inmediato, donde más se ponen las mujeres para entender aventuras con los signos ortográficos justos y medidos, pero la ilusión de esas aventura siempre estará pendiente.

Todo me ayuda a conseguir esa ilusión y unos pocos poemas ajenos ya que no me he aprendido los propios porque hubo un rato ya hace tiempo que supe romperlos, hacer tiras de papel con ellos, mejor preguntar por esos ajenos donde está “el latir de la vida y lo que las cosas dicen.” (Eloy Sánchez Rosillo)

No le demos más vueltas, la osadía me beneficia, la respuesta me reconforta, el eco de que haya una sola palabra que le sirva a alguien es motivo suficiente para aparcar debilidades que siempre se tienen. Ni una sola línea está escrita con la intención hacia fuera si ésta no es buena. Las arrugas que cruzan por mi cara -que se notan entre las palabras- son el mapa de mi vida y la necesidad de una respuesta es una muestra de entendimiento que me llega más cerca, desde cada esquina de la vida, las marcas que van dejando los años, todo se cruza, es un espejo para mirarse cerca.

Pero lo puedo asegurar, no estaba planeada esta aventura. Ha sido cosas de leer tantas veces tanto rato, de buscar los alrededores de una bella cintura, la dimensión de su plaza menor para saber que una vez allí, sin embargo, no hay nada mejor: esa cercanía.

Ni fui nunca poeta ni aprendí a ser narrador, pero mi tozudez con las palabras casí se puede parecer al empeño de la carne cuando tiene destino y motivo. A veces con esos motivos literarios me he dado cuenta de querer de la vida -sensual, propia, íntima-lo que no me va a pertenecer nunca. Hasta los escritores le llaman deseo, la renovación de la vida o al menos un universo leve pero de momentos de placer ilimitados.

Tienen forma de aventura no planeada.

martes, 2 de diciembre de 2008

Necesito un diseño frívolo cada día


También puede ser una razón por la que duermo siempre con las persianas subidas para que entre la vida que me queda tan bien. No sé si me va realmente bien pero busco en cada amanecer el estilo perfecto de la novedad, esa frívola razón -alguna tendré que seguir contando- que me hace sonreír al menos en busca de un humor que nunca tuve, siendo como es la más admirable cortesía entre los humanos.
Me defiendo con la frivolidad, con mi manera de comunicarme que sé que atrae, que produce a veces hasta un gesto sensual, una intención suelta que en ocasiones me vale la pena explicárselo a aquel con quién estoy. Porque a mí nada me va a sorprender, le voy a sacar todo el partido posible hasta el beso en un saludo o el deseo en mi despedida de que pase un buen día quién está un momento conmigo. Casi parece como una invitación a que lo pasemos juntos.

Le saco partido, disfruto cualquier instante porque lo necesito desde bien temprano, recién amanecido, voy así en busca de mi paraíso: la otra mañana cuando en mi reino de una papelería de barrio, le desordenaba los bolígrafos y los lápices para ocultar mi nerviosismo a quién con una sutileza y un belleza extraordinaria por dentro y por fuera, dibujaba la dedicatoria de un cuento diseñado por ella, que le compré para mi gente más pequeña. No tuve beso de llegada y despedida, lo supe substituir entrelazando las manos. Ya sabéis es mi defensa para que no se me quede el tacto viejo: seguir sabiendo de la piel de una mujer.

Esos instantes dan la fuerza, la terquedad para que tengas un cierto paraíso cada día, una frivolidad llena de vida que parece que no viene a cuento, pero que sirve para que me digan luego: ¿te quedas? Y palpo entre las palabras como buscando una nueva cintura porque la vida tuvo siempre para mí forma de cintura de mujer. Es una manera infalible de estrenar cada día como si fuera a ser tu mejor día, que te iba a traer sueños que no te trajo nunca, una resistencia a que la vejez fuera una derrota. No renuncio a nada, a nada que no pueda, sin comprobarlo muy bien antes y preguntándoselo, sobre todo a cada amanecer sin persianas en la ventana del cuarto para que quepa todo.

Sino la felicidad, un cierto nerviosismo por tenerla hasta el último segundo que puede que venga. Dará lo mismo que me equivoque otra vez, lo importante será el poder elegir: ya que hablaba el otro día del abrazo, abrazarse desnudos para enriquecer la piel; volver a mirar a una mujer como si no la hubiera visto nunca y quisiera saberlo todo de ella; hacer el amor asumiendo hasta la dureza del final, otra vez las caderas suaves y los pechos sin prisa; abolir todas las fronteras y apuntarse a la fiesta de los amantes adultos; que el amor sirva para eso, para saber cómo va a venir el día, volver a aprenderse la vida boca a boca hasta que vuelvan de nuevo las nostalgias de las biografías y el silencio.

Eso quiero que me traiga el diseño frívolo de cada día para tener así los centímetros cuadrados favoritos
.

MEMORIA Y DESGRAVIO DE MI MADRE


Por Corazón de quita y pon

A las internautas que habitualmente
pinchan el blog de Fran

Mi madre quedó siempre fuera del alcance y demoras de mi memoria, de los atisbos de mi imaginación; no digo ya del Olimpo de mis dioses, sino del círculo de los más allegados a quienes, al correr del tiempo, he dedicado al menos una palabra de amor. De modo que pudiera parecer que en el reparto le asigné la peor parte, el desecho de mis afectos. Si de nilño me preguntaban “¿a quién quieres más a tu padre o a tu madre?”, contestaba invariablemente que a ninguno de los dos. Pero sí a mi padre he venido a comprenderlo al hacerme viejo, a mi madre ni eso.

Si es verdad que “Genoveva Luján” es, de principio a fin, una semblanza de ella, en cierta ocasión se me espetó que ningún hijo ha escrito nunca nada tan despiadado de su madre. Aún dando por bueno el reproche, pude replicar que el relato está enhebrado en la fascinación que ejerció sobre mí una mujer impar, y en el amor inconfesado que le profesé. Porque, al fin y al cabo, qué es el odio sino incomprensión, qué otra cosa que un malentendido.

Y no me quisiera morir sin arañar en los recuerdos y dejar escrito, mal que bien y de una vez por todas, cuatro palabras, que falta hacen, que la desagravien. Porque yo no creo que ella viva, no creo en lo que nos obligaron a creer y ella creía. Pienso, en cambio, que el ser al morir se desintegra. Pero donde quiera que pudiera estar, lo que fuera que pudiera ser, la fuerza más inoperante entre las fuerzas, a menudo le atribuyo algo bueno que me pasa, se me hace como si me devolviera bien por mal; ¿o es que le ocurre lo mismo que a mí, que no puede vivir -quiero decir morir del todo, del remordimiento?

En “Genoveva Luján” me empeñé en dejarla dibujada para siempre en el jardín de Lauria, un enclave frondoso a las espaldas de la finca en que nací y en el mismo corazón de la ciudad, oloroso a magnolios y acacias en flor, a donde bajaba mi madre, al caer la tarde, con la mucama y los niños, joven aún, desdeñosa, fresca y arrogante, falda plisada de mohair, blusa de organza y se sentaba a la amazona, sobre el borde de la alberca, con el mundo a sus pies y su novela rosa.

Pero más que hago y se me vuelven los recuerdos rancios, los dedos se me antojan huéspedes; la veo de mal talante, regañándome, me privaba por sistema de cuanto me hacía feliz, prevalece el lado oscuro de las cosas, su continua frustración por haber creído que la vida es rosa.

Una noche, acabaron de cenar los niños, se hizo hora de acostarlos y la mamá no llegaba. La mucama no se atrevió a suplantarla y meternos en la cama. Nos caíamos de sueño en la salita redonda, cuando se abrió la puerta y entró sin decir palabra, anegada en llanto: había muerto el Notario.

Se le cayó el mundo encima; sin la presencia protectora de su padre se quedaba en descampado y sola, enfrentada al rencor y al desengaño de un matrimonio burgués en almoneda. No le quedó otro recurso que la novela rosa, instalarse en el recuerdo de cuando era hermosa y el chofer del señor Notario la llevaba en la limusina al mar, mientras ella, blusa camisera y falda hasta el borceguí, en pago a su servidor consentía en dejarse mirar por el espejo retrovisor.

Pero no quiero volver a las andadas, que hoy he venido a ver sólo el lado bueno de las cosas, a agachar la cabeza y tragar por dentro. Cuando llegaba el verano, nos íbamos a Valverde del Júcar por tres meses. “Villa Zoraida” era un santuario de mi padre, que construyó piedra a piedra el suyo, poniéndole por nombre el de la niña muerta; con los mismos árboles frutales, el granado, el limonero, un nisperero, que plantara en vida en el jardín mi abuelo. Pero mi madre quiso dejar allí también su impronta. De entre todas las flores, no había para ella otra comparable al jazmín blanco -no el chiquito, amarillento y terso, sino el desalmado y blanco, el nevado, que se desparrama de solo mirarlo. Había hecho plantar enredaderas a diestro y siniestro y, al caer la tarde, el sol ya en menoscabo y la flor recobrando su frescura, los recogía en un pañuelo blanco y enhebraba uno a uno, delicadamente con la aguja en su regazo, hasta formar un tacho, un pomo de blancura perfumada, que adhería a la punta del escote de su blusa, también blanco.

Así la veré siempre. De tal manera que, medio siglo que ha pasado y me basta caminar junto a una tapia en verano y el olor a jazmín, tan frecuente en estos pagos, me trae de golpe el recuerdo de mi madre, arrogante, desdeñosa, todavía hermosa, junto al jazminero blanco.

Y eso fue, en fin de cuentas, su vida: un tacho de jazmín, que dura fresco desde que se pone el sol hasta que cierra la noche; después se achica y degrada, se marchita; y, al rato, no es nada.