viernes, 28 de marzo de 2008

Fui incapaz de tocarte


Cada vez pienso con más seguridad que he llegado tarde, que me ocurrió lo mismo que a Luisa Castro –último premio Biblioteca Breve, cuando entró en aquella librería donde en un escaparate había un cartel que decía: “buscamos libros de autores noveles.” Ella pensó que el anuncio debiera haberse completado con “y aceptamos también ropa usada”. A ambas cosas pienso que fue tardía mi presencia: a escribir un libro nuevo de los que tengo en los cajones escondidos, medio empezados, medio terminados y a terminar de gastar mi ropa usada aunque la presunción me haga comprarme también nueva.

Tardía hasta en aquel encuentro de la otra noche. Quedamos en no vernos jamás, en dejar lo que hicimos para cuando no estemos, los espacios en blanco, el derroche de lenguaje que fue lo que nos perdió, lo que a mí precisamente me impidió darme cuenta que todo tiene un término, no el recuerdo de dos años de encuentros, no la prisa por quererse y pararse después, ni los espacios en blanco cada noche en que no conseguía llevarme tu imagen sugestiva y me iba solo con el castigo de las palabras bien dichas y olvidadas.

Fue curioso volverse a encontrar de nuevo cuando ninguno de los dos íbamos a pisar los mismos caminos: ni las orillas de mares, distintos, la amenaza de volver a leer yo a solas sin ese extraño sentimiento que siempre sentía de que tu figura estaba junto a mi cuando leía. Una promesa que yo entendí mal, que te costó tantas de veces explicarme, tengo que irme Fran, te has de quedar en tu lecho como puedas, con los sueños, con los repasos de los recuerdos, pero nada más, ni tan siquiera el aroma imposible de mi axila.

No me acuerdo por qué sitio estaba, te vi desde muy lejos y lo mismo que aquella mañana que te escuché me volvieron a temblar de nuevo las piernas, a estar seguro que podía empezar de nuevo a vivir la vida, de que iba a llegar a tiempo con un libro nuevo en esa librería donde admiten libros nuevos, casi que no los ha escrito nadie de tan nuevos que son y la ropa usada –según quiere también Luisa Castro, de la calidad infinita de los que aman, esos tienen la ropa mucho más usada, hasta su olor propio, inconfundible.

Lo que sí que teníamos era un mar cerca –cada uno el suyo para que fuera más hermoso, riberas de palabras, esa forma, esas posturas tuyas solo tuyas, yo no sé cómo te las inventabas, hasta cuando alguien te llamaba, te volvías, ya no mirabas la web cam y yo entonces aprovechaba para aprenderme la belleza de la posición de tu cuello. Todo eso junto al mar de cada uno, en el encuentro de la otra noche volvió a ser nuestro, no sé, muy poco rato, era tanto el asombro del encuentro que buscamos en los gestos esa posible felicidad, que dicen que existe entre los que vuelven a encontrarse.

Lo había soñado muchas veces, como un auto defensa, huyendo de las certezas, despacio, cada mañana al levantarme, el primer libro en la mano, mi primer café bien hecho y la droga que es preciso para andar luego un rato. Te había soñado muchas veces porque supe desde el principio que amar, que amarte era empezar a renunciarte.

Estuvimos ese rato mirándonos, y es curioso era tan solo en mi imaginación, como el mismo encuentro que te pedí alguna tarde de poder volver a verte, igual que te había estado viendo decenas de veces y cada vez era motivo de escribirte, porque lleva razón Nuria Amat en castellano y en latín: “lo que se escribe produce la sensación de que perdura. Verbo volant, scripta manent”.

Debió de ser por eso de tanto escribirte has perdurado, nos hemos encontrado, emociones intactas, silencios y respetos como jamás me ofreció mujer alguna, y un deseo que nos estuvo engañando todo el tiempo como una especie de felicidad que no tendríamos nunca.

No quedamos en nada, ni en volvernos a ver de nuevo, sino cogernos al sueño como la única manera válida de ir subsistiendo. Lo único que haré es seguir escribiendo como si fuera un autor novel. Con la escritura cicatrizo, es una especie de manera de remediar las heridas, de tapar los huecos hasta que vuelva a encontrarte otra noche de nuevo.

Haré lo mismo: venceré brillantemente mi deseo, dándome así como una capa de pintura de esas que no entiendo aunque sería capaz de “pintar sin tener ni idea” como dice el libro de un amigo.

Haré lo mismo, esperar por si caso, sin leer, sin hacer nada, igual que cuando te fuiste fui incapaz ni de tocarte.

martes, 18 de marzo de 2008

Con zapatos de tacón por casa

Y todavía quedan unos cuantos vestidos en tu armario que no te pondrás ya nunca. Desde entonces entré, desde que te fuiste, en la Verdadera Soledad, es una especie de paraíso, infalible e indeseable.

Hoy recuerdo ineludiblemente la ropa que te comprabas, las veces que la cambiabas, cuando preguntabas por tu futuro como si alguien fuéramos a saber algo del futuro, de lo que va a venir, de lo que tenemos pendiente.

Mi abrazo más largo hubiera sido insuficiente, dejamos uno pendiente –te acuerdas, para la vuelta, eso tienen a veces los viajes que en el retorno no nos encontramos todos. Por eso me hace falta la fuerza suficiente para quererte sin sentirte en el cuarto de al lado, todas las tardes hábiles que nos servían a los dos para esperarnos. Porque eso es lo que existe ahora, una espera en la que no tardaremos en vernos.

Con zapatos de tacón por casa, una belleza natural puesta, la manera de conversar que tenías o la ausencia total cuando la puerta de tu cuarto estaba totalmente cerrada. Siempre te la respetamos, era como la soledad propia que cada uno la manifiesta de una forma.

Tenías una manera desconcertante de vivir que no siempre podíamos entenderte, sin saber cómo vivías a pesar de las horas que estábamos juntos. Tu mundo de riqueza lesionada y propia, a veces con escasas palabras y por eso te extrañaba verme tanto a mí entre libros y escribiendo, ésa era mi elegida soledad como una desmemoria antigua y llena de silencio. La mezclaba con la tuya, mientras suplicabas vivir un poco más, morir más tarde.

Lo malo es que te fuiste sin avisar, dejaron de sonar por la casa tus zapatos de tacón de estar en casa, tu manera insistente de leerte los periódicos, la amenaza de tu propia habitación, imposible que la ocupara cualquiera, era únicamente tuya y tu manera de tener la puerta mal abierta, tu fugacidad en espera de tu tránsito.

Tenías siempre a la vista tu futuro breve, la heroicidad de tu flaqueza tantas veces inevitable. Ibas a ser, ibas a tener, un final despacio y solitario, cruelmente solitario. La vida te fue negando lo que era más difícil: los deseos que no podías tener, te fue negando ni tan siquiera preguntar por ellos, ni tuviste destino, ni tiempo, no fue ni lo anterior, ni lo distante, ni lo futuro, fue un asunto confundido, una espesura que te hizo daño siempre.

Hoy mejor que no hablemos de la vida, recordemos tu mejor imagen, se me ha quedado tu costumbre de vestirte para estar en tu cuarto, salir algún rato y volver a estar en casa. Era un lujo mirarte, una sensación de que una hija puede ser lo más importante, una hija que se empeñó en marcharse, ibas a cenar, te acuerdas, la bandeja a los pies de tu cama, no pudiste de repente respirar y no nos esperaste.

Lo hicimos lo mejor que pudimos, te quisimos, vivimos contigo, Ahora cuando alguna noche no puedo dormirme, te recuerdo caminando por ese tan largo pasillo lleno de libros. Yo lo hago descalzo, siempre, igual que tú en cambio lo hacías con zapatos de tacón.

Espéranos, no tardaremos.

jueves, 13 de marzo de 2008

La mujer, esa larga tarea


Ando estos días ocupado en un póstumo libro publicado, de Francisco Umbral, dedicado como una especie de carta a su mujer. Y a la vez, leyéndolo voy dándome cuenta de qué poco sé de la mujer. Me he esforzado con ella en esforzarme, me he ocupado de ella, con ella, casi he habitado como en una habitación que puede ocupar cualquiera con la amenaza de la soledad si me quedara sin ella.

He conocido mujeres de papel, que una tarde cualquiera fueron de inquietudes mutuas, rozamos como la estancia prohibida en la que siempre tuve la prohibición pendiente. Con Umbral coincido que no es una asignatura fácil –siempre me la dejaron suspendida para Septiembre, porque además de una larga tarea, es una espera, una resistencia para alcanzar como bien sabía de ellas la Yourcenar que su mayor encanto es la disponibilidad.

El mío con ellas, es la necesidad. Es la mano quieta, el cuarto cerca con su existencia en alguna importante ocupación, o su llamada –tantas veces la tuve, como llama una hija desesperada a un padre, a escasos metros, puerta a puerta. Me oía teclear, o el pasar de las hojas de cualquier libro ya leído y yo sin embargo, palpaba su silencio, sabía de su puerta abierta o de la tremenda negación cuando estaba cerrada.

Un hombre sin una mujer cerca es fracaso seguro, se te acaba la vida, la literatura, el sentimiento, todo. Ya me sé de sobra lo que se dicen los hombres, se lo dijeron todo Sócrates y Platón a un tiempo, necesito, en cambio, mi ley, mi permanencia, mi manera de emplear la borrachera de las palabras o la lasitud sexual de los gestos con ellas.

Mi garra y mi resistencia, esa larga tarea menos mal que su longitud me resuelve a diario los motivos donde no sirvo casi. Evoco en la mujer lo que me falta, lo que tienen gratis ellas, una ética que debe ser invención pero que yo no sé cómo buscarla. De verdad que la mujer es mi mejor anhelo, ver cómo me queda todavía el presente y dejar que llegue luego como la fiesta de la costumbre de estar mucho en casa sin tener que festejar nada.

Evoco en la mujer lo que a mí me falla, ellas tienen como dice Paniker “una praxis de creación permanente”, una serie de estímulos, una evidencia que me encanta, la eternidad con que me miden, la espera que siempre estoy dispuesto a disfrutar cada vez que lleguen, siempre que tenga que esperar.

Tengo a veces un extraño equilibrio entre mi lenguaje y mi cuerpo. Me cuesta mantenerlo porque el cuerpo me lo niega en ocasiones y yo no sé cómo exigírselo. Pero entonces me lleno de lenguaje, ni una sola mentira, una indecencia a mano –como decía el otro día, ya que estoy con Umbral, “el culo de una mujer, la curvatura de su alma”, y de inmediato si la mujer la tengo cerca, no olvidarlo, para que ella no lo olvide tampoco nunca, tengo un poderoso mandato en mi tarea con la mujer: una mirada de dimensiones enorme, más bonita que los propios ojos todavía para meterse allí y quedarse con aprendiz de esa escuela.

lunes, 10 de marzo de 2008

Necesito señales de nobleza e indecencias

A esta hora ya necesito señales de nobleza. Di ya todo lo visto, hasta el oficio de mirar por los demás. Me he quedado sin hora, nada más que para escuchar aquellas voces que pudieran enseñarme o a lo mejor transmitirme con colores una manera de soñar sin soñar y a esos colores les llamaré libertad. Ya es buen rato de quedarme con lo real en una eterna cortesía vieja pero sin dejar de contar mis maneras de acercarme.

Voy a ello: Si te trata de algo relacionado con eso del amor, saber que me mide y que nos mide, que erase una vez y cuando lo cumplimos supimos de su esfuerzo y su tensión. Dejémonos de niveles a los que llegamos pocas veces bien, en cambio cualquier momento será bueno para beber con lentitud, imaginarse la bodega inagotable de uno y allí pasar la tarde con quien no te pidió nada sino hacer cadena de personas anónimas que luego acaban siendo la abnegación de un abrazo pendiente.

Y en el paso diario de cualquier menester poner empeño en ello: darte cuenta de esa mujer que ha cambiado su peinado por otro peinado o al menos por una forma distinta de peinarse; admirar de aquella chica joven los pechos difíciles por su constante adolescencia permanente; hablar con sencillez, con la enorme sencillez que da la sabiduría aunque uno la tenga todavía pendiente: mirar serenamente, como sacándole la verdad a los ojos de enfrente en ese diálogo insistente en su belleza, constante.

Ya me queda menos de la mañana, ¡caramba que me acuerde de leer al llegar a casa señales de nobleza! de leerlo prácticamente dedicado, sin esperar que sea yo el donante, vendrá a ser al revés de cómo me ha venido ocurriendo siempre, qué fácil –ahora me he dado demasiado cuenta, recibir sin que medie tan solo una breve palabra de sentimiento, sino naturalidad, otorgamiento, preguntas para poder dar luego al menos la belleza de la intención, del gesto entre lo escrito o lo hablado.

Y una vez en casa, administraré estas señales de nobleza, comprobaré que son del todo ciertas, gratuitas, generosas como una satisfacción que viene luego devuelta de algún cuerpo en soledad. Esa especie de música antigua, las luces de los colores de cualquier pintura, la sugestión arraigada luego de las cosas que nacieron sin esfuerzo, las señales que nos unen siempre a algo o a alguien.

De nuevo con las cosas que me esperan en casa, la vida, esa etapa abierta que luego se cierra, un párrafo que escribo cada vez que tengo que escribirlo, eso que sucede mientras uno está ocupado en otras cosas que dijo Jhon Lennon que era la vida, pero ya más enriquecido porque me siento cómodo y tranquilo.

Haré, eso sí como necesario complemento, las indecencias que pueda, en el envés del cuerpo como una larga caricia o una especie de deseo para años. Y las haré con el ritual de los sueños pero el encanto de la realidad, con una especie de desprendimiento, una clase heredada de acercarme a la vida ajena, sin preguntar si se puede porque luego no me faltarán ni recursos, ni maneras, ni sobre todo estética.

La misma que utilizo, cada vez que escribo, que pregunto, que tengo que ver por donde aprendo cómo es un ritual para tapar los agujeros.

viernes, 7 de marzo de 2008

El que va a la bodega

Hace días leí en una entrevista a José Manuel Caballero Bonald, celebrada en un restaurante, que diariamente inserta el diario ”El País” en su última página, que a la hora de escoger el vino, el poeta preguntó “¿hasta dónde puedo llegar?” A la generosa invitación del periodista anfitrión, Caballero Bonald se acogía al enunciado de Machado, “gente de poco beber y mucho hablar, son de poco fiar.” Y se enlaza muy bien con un poderoso refrán que estos días alguien trajo a mi página de literatura, “que el que va a la bodega por vez se le cuenta, beba o no beba.”

Beba o no beba, en la bodega de la literatura estoy y cada vez necesito más el trago de la lujuria y la sencillez, que nadie que se junte a mis letras y camine sus felices días con ellas, luego me diga que yo sabía que aquel dispendio iba a tener final, trago va, trago viene, porque ahí pongo siempre el sentimiento y el bebercio y ya no lo puedo quitar.

Para mí nunca estará agotado, o caminamos juntos hacia la bodega, se nos cuente o no, la bebida que nos atrevimos beber. Si no, aunque fuerce la necesidad, la espera, la demanda del pregonero, que no me admitan de pasajero porque para el anfitrión tiene también regusto de goce y dispendio. Negarlo o ignorarlo no es justeza.

Quiero si intento llegar hasta las lindes húmedas de una mujer o que no me dejen nunca hallarlas o que el tiempo se me alargue en ellas, infinito, como tiene que ser. Mi trago es la palabra y mi caricia también, pues andemos ese sendero largamente, holgadamente, que nadie lo termine antes, ni sacuda como el polvo de un guardapolvo culpas ni menciones.

Manos y gemidos juntos, ¡cuánto se goza! y prolongado el gozar no le pongamos terminar. He sabido desde que me hice hombre como estaban las cosas al empezar a hablar, he tenido y sentido siempre las manos de una mujer la primera vez como si de una pianista pulcra fuera; he eliminado los empeños de mentirnos y aunque sintiéndome siempre casi muchacho en los andares del querer, era hombre maduro, con métodos educados de adulto, manos oscuras de manchas con vejez de esas que para quitarlas las tienes que pintar cada vez con ese ungüento de los besos que cuestan, con la dulzura de los sueños que regresan donde estaban.


¡Ay que cierto!, ni freno tuvo Bonald para pedir el vino no fuera que lo tomaran por gente de no fiar, ni dejará de contarme mi presencia con mujer libre, “clásica como si fuera un cuadro de Ingres” que dice Paniker o “brillante y veloz como un relámpago” al modo de Marina. Es que hablando de mujeres se me traban las entendederas. Me contará cada vez, beba o no beba, porque la grandeza de lo que emborracha a uno, es la propia medida de su grandeza.

sábado, 1 de marzo de 2008

Eras así


Tus axilas tenían forma de mariposa, lo supe enseguida porque pasaste por mi vida como tal con tus alas de colores vistosos producidos por esas escamillas que las cubrían. Te paraste, eras así, dijiste que no te quedarías y así fue. En el tiempo que cubrimos con tus brillos a la vista, hiciste lo que dijo Umbral en "Carta a mi mujer", una vez muerto, en su póstumo libro: “sabes entrar en la conversación con lo callado.” Porque insistentemente cada vez que hablábamos tú manejabas mi silencio no fuera que se me terminaran ya las metáforas que me quedaban.

Me asombraban los huecos de tus axilas, a veces me los enseñabas, daba lo mismo que lo quisieras hacer o no, otras los soñaba y entre todas las palabras que cruzábamos, estaba eso, que sabías conversar con lo callado. Porque jamás supe de nadie que hiciera ese prodigio de ir diciéndome sin decírmelo, los vuelos de tus alas de colores, tus anhelos que tenías pendientes. Por eso me admitiste y seguirás leyéndome siempre esta manera simple y permanente de entregarme.

No lo puedo arreglar, no existe ni fugacidad ni tránsito, una especie de permanencia porque siempre fui un hombre que no hablaba de futuro, que quiso en el último tramo de su vida enterarse definitivamente si era capaz de esa orgía inmensa de la permanencia en el hueco de su vida propia que tiene una mujer con las axilas que parecen mariposas.

Permaneceré, Bolboreta, lo haré siempre aunque te vayas del todo de mi vida, aunque te empeñes en llamarle recuerdo a esa especie de éxtasis que siempre que escribo cuento. Tú lo sentías cuando me leías. Por eso nunca podrás limitar la validez de mis palabras, si las admitías con tu silencio y tu demanda al tiempo, aún siguen ahí, permanecerán como cualquier evidencia de la vida, que nos gusta notarla, la anticipamos con las manos, la terminamos en el abrazo.

Nunca supe del todo quién eras ciertamente, tenías como una ética de catecismo antiguo, un respeto a lo propio y a lo que te rodeaba. Cortabas las respuestas o ni siquiera las dabas, era una forma estética de silencio, una moralidad que tuvimos y que no impedía que fuéramos los dos como una expresión de los colores propios.

Andabas tan sobrada de estilo que aplicabas cada momento la eterna definición de José Antonio Marina: “es una opacidad que retiene al espectador. Es un procedimiento para que se fije.” Era una parte indisoluble de tu atractivo, una praxis ortodoxa en todas nuestras conversaciones, cortas, esenciales porque podía pasar que llegaran a ser demasiado tiernas con una eternidad que no tuviera medida y no querías, no podía ser, ibas a continuar el vuelo más tarde, del ensueño, majestuosa para que me hiciera hombre entre palabras que habían tenido un único destino: estar entre los dos, evocando lo que me faltaba, recordando poemas olvidados. Te las iba escribiendo porque así todas las cosas escritas acaban siendo ciertas.

Por eso al ver pasar de nuevo por la puerta siempre abierta de este escritorio tan bella mariposa, me he acordado que era igual de cierta y de inevitable: tus axilas así, con esos colores llevaban prendidas en sus alas cada vez el goce secreto que me diste mientras me dejaste estar, fue la medida de mi tiempo, mi manera de acordarme que hay un esplendor interminable, un asombro, una belleza que siempre se puede tener dentro. Te lo escribiré cada vez porque ese es mi límite, mi dolor, mi única posibilidad de sentirme vivo.
Aunque no tenga respuesta lo volveré a escribir de nuevo. Es la única forma de soportar el llanto como antiguo y quieto.