martes, 26 de febrero de 2008

Mi debilidad y mi fortaleza


No hace mucho alguien escribió sobre mí, deducido de mis escritos al amanecer público, que era un hombre débil, pero al mismo tiempo dotado de una gran capacidad de esfuerzo. Tendré que admitir ambas cosas. La debilidad la noto a diario, al momento, como una queja propia de no poder llegar a más, de querer más. Y se junta como si fuera un deseo con una manera de alargar la mano, en demanda de apoyo. Me servirá la primera frase de la novela de David Trueba “Saber perder” que ayer busqué de inmediato, todavía sin poner en las estanterías de mi librería habitual, (casa cuartel, cómoda, de compañía bien arreglada). Dice Trueba: “El deseo trabaja como el viento.” Pues mi deseo de ser fuerte, camina así, ésa es su andadura, su senda.

Sé que llevo demasiado tiempo con la dura lógica de la noche, con la admisión de la despedida cuando hubo antes una cercanía inimaginable. Se sabía el final, ya entonces mi debilidad, cuidada antes como la que puede sentir un niño tocaba a su fin, había que echar mano de la lógica para la felicidad ajena y eso sólo podía ser con una enorme fortaleza. En el rostro se me quedó la negativa de volver a ver ese otro rostro que era respiración y alegría. No quería la urgencia de la propia despedida ya sabida, era como un secreto duro que tenía para mí la vida: un final del tiempo que me queda por vivir pero sin ese destello, esa belleza regalada y tierna.

Pues llegado el momento, echaré mano aunque no me acompañe demasiado el cuerpo -ya lo voy conociendo desde tiempo, y lleva razón Gabilondo: “conocer y amar el propio cuerpo no suele ser cómodo.” Tengo ahora acumuladas demasiadas incomodidades, pero como me enseñaron no contaré a nadie su diámetro perfecto, diré siempre más o menos cómo me siento, sin entrar en detalles, me siento, pues eso, nada menos que vivo para al final de cada día poder decir como Séneca: “hoy he vivido.”

Ese amor a la vida es mi fortaleza, son dramáticas las ganas de no contar las derrotas, de resistir las luchas viejas, tienen etiqueta, tratamiento habitual, una edad cierta que ya te da la vida, casi de regalo, pero que hay que prolongarla, seducir con ella en la mano a lo más valioso, lo que gusta de misterio, lo que hace a los demás volverse a mirarte, leerte entre las palabras como una hermosa forma de abrazarse con alguien, de escuchar cuando te leen con una forma suprema de cariño. Por eso escribo, pongo mi lenguaje entre los lenguajes que leo, que me aprendo amaneciendo, anticipándome así a cualquier amenaza de silencio.

Soy débil como podría ser –y así me pasa a veces, si fuera siempre niño en las entrañas de alguien como he estado sintiéndome cada vez que me llamaban con esa palabra, niño, mágica, real y preciosa. Trayendo eso sí, entre las palabras la tremenda memoria que siempre da el cariño. Débil como un deseo que trabaja como el viento, ya lo dije en palabra ajena pero propia.

Pero a la vez, necesariamente, tengo una importante fortaleza de comportamiento, el lenguaje de entregar lo mejor propio, eso es entereza para uno y seducción ajena. Una fortaleza –es curioso, para pillarle el tranquillo a la felicidad de algún instante. Fuerte para vencer soledades que pesan más de noche; la dosis de pasión porque nada hago que no lleve la pasión pegada encima. ¿Cómo escribo si no? Construyendo en mi edificio de palabras las claves de una elemental estética para andar por la vida, con un amor a pedazos entre la memoria y la razón.

Pero pediré la ayuda siempre para la lección de intentar hacerlo casi todo hoy, la ayuda para volver a encender si cabe la luz de una ilusión. Tengo que vivir hoy, porque ya dijo Proust que el pasado no se mueve de sitio, buscaré la alegría osada y necesaria como el poder que le confiere el escote a una mujer. Mi fortaleza, mi exhibición es indagar la valiosa realidad con las palabras. No sé hacer otra cosa.

jueves, 21 de febrero de 2008

Al menos tu voz


Le robaré a Ángel Gabilondo el título de uno de sus capítulos de su libro ”Alguien con quien hablar” que estoy leyendo con sumo agrado. Porque al menos tuve hoy, de improviso, su voz. Ni la conocí y cuando me dijo quién era, aún estando solo, continué a su merced porque estaba temblando. Tanto tiempo que tuve presente su bellísimo rostro, pocas veces su voz, nos lo decíamos todo con el beso que lleva entremezclado las palabras. Ahora no puede ser probablemente ya nada, pero esta mañana tuve la fisonomía de su voz, hablamos hasta de cosas intranscendentes, ninguno de los dos pudo sentirse bien, pero su voz fue una provocación, como una manera de decirme, ¡calla niño! No te olvides de mi propiedad porque te leo y sé perfectamente cómo te sientes en cada instante.

Me lees en tu sitio, está tu fisonomía y la mía, ambas tienen en ese hueco su realidad, su dominio. “Mi privilegio” fue crear mi privilegio, disfrutar de él, ofrecértelo para que hicieras con él lo que quisieras, para que cada vez que me leyeras –estoy seguro de ello, te sintieras dueña de ese modo de deletrear que tengo, rendido y único que no puede tener otro destino.

Al menos su voz, como una recitación, como cada canción que venía hasta mi por las noches, su voz en este instante todavía la siento porque es única, insalvable, porque tiene un poder, una seguridad, una enseñanza que hace que todavía me quede el temblor de esta mañana como si regresara a aquellas tardes de tacto enriquecido cada vez que la miraba.

¡Qué ocurrencia llamarme! y dejarme su voz para ver si esta noche puedo dormir con ella. ¿Te la has mirado en el espejo?, no te has dado cuenta que ya para mí es como una leyenda que sienten los enamorados cuando se quedan sin voz. ¡Cómo has sabido hacerlo! Qué te quejas del silencio, pues te lo voy a rescatar del más íntimo matiz de los afectos que podemos tener los humanos. Te hablaré de repente, notaré tus temblores, tu poca naturalidad, ¡qué tal, como estás! No, no, dime como estás tú, y enredado y nervioso mientras lo que hacía era utilizar la mejor grabadora de mi vida: cuando te veía.

He recordado en escasos momentos cómo eras, cómo eres, cómo te quedarás estampada en mi vida en forma de sueño. Se me acaba el tiempo sabes, del nuestro ya no queda: el recuerdo de una ternura lenta, las vocales largas de mis metáforas en forma extendida, la erosión de una caída, hasta la pérdida de mi manera de poder oírte. Se me acaba el tiempo, dueña mía, ya cambio el placer por el vértigo, ya la dictadura de la vejez me pregunta qué ha pasado. Ya se ha terminado ese hábito de enamorar porque todo agota, todo consume, es un vicio que tiene la vida, un hábito desafortunado.

Pero me valió, ¡vaya si me valió! Volver a sentirme enamorado. Al menos tu voz, nada menos tu voz para llenar los silencios de tus ecos. Gracias por ello, yo no acertaba a hablar bien contigo. Entiéndelo existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar. Me ha venido de pronto el recuerdo, la nostalgia, de una caricia, de una piel, de un después.

Aunque te resistas siempre habrá un después, lo tendrás cada día presente como yo esta mañana, al menos con tu voz.

martes, 19 de febrero de 2008

Placeres pendientes

Llevo ya demasiado tiempo pensando, temblando por todos los placeres pendientes que debieron seguir dándome porque no se puede dejar así esa deuda que nunca fue un secreto, si no algo a voces, mi sueño, mi posada en mi propio escritorio público.

Ahora que ando leyendo una novela de olores, de perfumes que quedaron también pendientes a su protagonista - igual le huele el sexo, el verano, el calor, la siesta, la tarde, la pereza, a mí me huele y me duele lo que hice, me dejaron hacer pero no pude terminar. Y pienso que lo mismo que son imposibles las pausas, los aplazamientos, más insólito y cruel es un final sin una sola respuesta ya.

No es posible que yo lo siga escribiendo, vaya contando todos esos placeres pendientes y no me quede a cambio nada para echarme a la cara, sobre todo en los momentos en que no tengo nada que poder echarme. Es injusto que sepan que estoy, que noten en mis palabras olor antiguo, a tiempo y yo no sepa de lo que sea al menos eso: una palabra presente.

Si incitas al placer, sin concretarlo, es necesario, hacen falta las respuestas, la forma de darlas, el gesto bello que siempre tuvo ese rostro y luego nunca vuelves a ver esos ojos, los más bellos que vistes, una postura con los brazos, una señal al propio empeño porque conseguiste que fuera también constancia de ella. Si entonces contemplar la ausencia podía ser un motivo inevitable y permanente de tristeza, ahora muchas veces es casi razones de desesperación sin que del todo entiendas la rotundidad en la negativa de ahora.

Ya sé que mi pecado fue atreverme como un verbo paralelo al deseo, una necesidad de la propia necesidad, pero si me abrieron los brazos y sentí que me los cerraron luego, que ya no me suelten, no pueden, no deben. Cada instante de la vida es sagrado y extraordinario para los que ponemos en los mismos el amor a la venta, lo mejor, lo más sencillo, lo que no es frecuente y quien lo recibe se da inmediatamente cuenta de ello. Entregamos pedazos que tenemos de estar vivo. Por eso necesitamos que sea igual el instante siguiente.

Y van pasando los días y sigo teniendo pendientes los mismos placeres, las mismas necesidades que empecé aquella vez, aún cercana, todavía próxima porque no había prisa, ni meta, ni tiempo, ni ninguna promesa. Sólo estar como estábamos, eso era un pacto de placer establecido y por eso dije lo que no fui capaz de decirle antes a nadie, y a mí a su vez me dijeron quizá palabras únicas sin saber bien del todo cual iba a ser mi sitio, o sin querer yo saberlo.

Por eso lo tengo todo pendiente y eso duele, debilita mi enérgica manera de ser hombre, me abre libre caminos cuando todavía me siento en el mismo en que estaba. Hasta me parece quedó pendiente un abrazo que no fuimos capaces de darnos: por no poder notarlo, inventarse que te encuentras entre otro ser humano. Ahora la abrazaría prendido de sus piernas, como el final de mi vida, como un niño atrapado y desesperado.

Ya no tengo ni línea recta pensando en ella, me voy dispersando, hasta acabo cayéndome y cuando alguien que me recogió, me pregunta, si estoy bien y qué es lo que me pasó, no supe responderle, dejé que se resbalaran mis lágrimas del antiguo dolor que ya traía, del que tengo a todas horas y no se me va, lo mismo que los placeres los tengo pendientes, como el viento de la edad que me entra cada noche por la ventana y cada vez lo noto, eso, más pendiente.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Amo a las mujeres


Amo a las mujeres porque salí desde dentro de una de ellas. Ese lazo de relación que crea el nacimiento dura muchos años, hasta que se te acaba el miedo a los años, dura hasta que lo pierdes y te sientes sin una mujer única para siempre en tu vida.

Amo a las mujeres porque siento una inevitable necesidad de ellas, como una ayuda para que me guste cualquier cosa pequeña, semejante a una curva de ellas, le revuelves un poco el pelo y tienes que llamarla todos los días. Ya desde el principio en su físico íntimo, ellas abren sus muslos y para mí siempre ha sido como un intento de leer sus entrañas, ver lo que me depara el futuro. Ahí estuvo siempre el murmullo de la literatura, un fenómeno que no puedes creértelo, pero que es cierto, llegan antes que tú a todos los sitios, maduran cuando a ti no te habían enseñado en qué consistía eso de la madurez.

Amo a las mujeres como un observador emocionado, fueron siempre perlas en mis penumbras, -sus labios vaginales discretos, un vértice regularmente plegado para buscar un permiso de humanidad y admiración. Ni guapas ni feas, mujeres, es suficiente, que afortunadamente nos ganan casi todas las partidas.

Hoy le leía a Isabel Coixet su defensa radical sin feminismo, "las tetas importan aunque molesten a las feministas" y se basa en el guión de la película que le dio Roth: "el cuerpo tiene más memoria que el cerebro." Porque en su cuerpo he vaciado noches enteras como no había otra forma de ocuparlas, de liberarlme. Con su cuerpo en mis manos lloraba todo lo que me faltaba, eran sus muslos, sus axilas, simplemente la palma de sus manos.

Y como una vez me aprendí de Catherine Millet: "copular respondía a una necesidad más amplia; abrirme un camino sin asperezas en el mundo."
Eso he hecho, eso le debo, a eso me ayudaron junto a dos factores del hombre poco habituales creo: una entrega con forma de sumisión, que no le resta jamás hombría al hombre y una tabla de valores donde cuando están superiores hay que saber decirlo, sin cuotas ni porcentajes, con humildad y reconocimiento. Así lo hice en el trabajo, en la amistad con ellas, en la simple convivencia, el factor más difícil que tiene la vida.

Prefiero que me tengan a tenerlas, que me den conmigo generosamente su belleza interna, su forma de amar, su lenguaje que parece que viene de atrás cuando tienes las manos puestas, cuando son comida para tus manos y debes llegar con la petición de permiso que sólo tiene un hombre generoso o enamorado. Ya me tiene, ya no hay frontera entre el alimento y el cuerpo, hasta se quedan al margen las palabras que yo siempre tengo. Pero sentía un dedo en la boca, una orden de silencio, una voz enérgica, ¡calla! porque si hablas me puedes. Y con esa carencia de lenguaje, aún así, amo a las mujeres, respeto y demando a las mujeres, como si todo estuviera aún por decidir.

Tengo compromisos sociales para días siguientes: ir a la ópera al Palau y también cenar en un sitio acogedor y preparado una noche que llaman de los enamorados. El amor más completo no lo perderé jamás. Disimularé con unas flores, pero pondré luego en su muñeca una pulsera de plata porque ella sabe que amo a las mujeres.

Tengo permiso permanente para escribir que son todas ellas como un fruto del desierto, duro a veces en su corteza pero fresco e inagotable por dentro.

martes, 12 de febrero de 2008

CAPUCHINOS DE BRONCE


Por Tristao

Ayer llovió sangre sobre la ciudad, capuchinos de bronce le dicen en mi pueblo cuando cae recio como cayó ayer. Pero era sangre sin licuar, un gel que se pegaba a la ropa, a la piel, la ira de Dios.

El día estaba por romper, había precedido plenilunio, que es cuando los arúspices predicen los mayores males. Y cortaron la corriente eléctrica, como hacen siempre cuando se desbaratan las nubes y el cielo empieza a soltar injurias, como lo hizo ayer. Así que aguardé tendido en la oscuridad en posición fetal, allí agachado hasta que pase el nublado y poder ensillar, recorriendo errático mis pasos, arrumbado en el desván de los recuerdos el día en que alcé el vuelo y me salió al paso la libertad, rezando por lo bajito: ¡Oh Dios!, si es que hay Dios, guarda el jardín de mi alma, si es que tengo un alma. De la escalera subía llanto de niño, un recién nacido que llora suavecito al amanecer, olor de orín del hierro ensopao.

Al punto me entró un sueño atrasado. Y, cuando desperté, entraba ya por las rendijas la luz lechosa del alba, dando paso a la dejación y al olvido, cesaba el rigor de invierno, escampaba. Atrás quedaba la angustia que genera monstruos y te hace creer que es sangre lo que solo es agua, las preces con que se invocan a Santa Bárbara no más que cuando truena, que gracias pedida velas encendidas, gracia lograda, ni velas ni nada.

Bandadas de alcaravanes sobrevuelan el huerto, me reconcilio con la vida y me sosiego, el corazón a buen recaudo que, expuesto al aire húmedo, se oxida.

Para Fran. 70 años después volvemos a jugar; ahora a juntar palabras.

sábado, 9 de febrero de 2008

La derrota que uno elige


Que nadie que me quiera sienta nada más que lo que siento yo, como Panero: “el derecho a mi cansancio y mis heridas”, todos lo sentimos, todos las tenemos. Todo viene quizá con un tinte unamuniano que traía ayer Susana Fortes cuando hablaba en “Gambito de caballo” –impecable artículo, sobre la muerte de Fischer, ese genio, ese Dios que me trajo al recuerdo las horas que he pasado estudiando de madrugada sus partidas y las que yo terminaba de perder porque siempre que jugaba esa variante de la siciliana había entregado pieza antes de tiempo.

No me pasa nada, nada para quienes me quieren, me leen, me dicen que me leen, es que estoy hasta arriba de amaneceres leyendo para poder aprender a escribir un día. Borrás, el de “Pre-Textos” ya me lo dijo, para saber escribir hay que habérselo leído casi todo antes. En ello estoy y llevo puesta encima el inagotable retraso de mi tiempo, no me hacen falta sueños ni recuerdos, sólo tiempo, porque no tenerlo es un volante de amargura inevitable.

He elegido esta derrota que es la forma de ganarme alguna victoria. Antes que nadie apelaré a mis sentimientos, los destruí yo solo como una fiera herida que busca lo que le queda de la vida. A mi nada me puede porque todo me lastima demasiado y de ahí salgo ganador: de contarlo.

En mi enorme base de datos de lo que escribieron los demás, pongo las comillas donde quiero, fueron libros sólo cuando yo estaba leyéndolos, cuando escribía en ellos lo que los haría viejos pero propios. Así he ido anticipándome a lo que se me venía encima, lo he ido poniendo en una especie de hueco lleno de palabras para usarlas luego.

Y procuro al usarlas a ver si posible anticiparme como hace la mujer. La anticipación es lo que excita, lo que viene luego no se sabe porque lo que más te hace falta nunca lo tienes: una camisa abierta más de lo decente; un beso para recrearse, gratificante, relajado, un esfuerzo mayor del que tú haces, nunca tener bastante, ése es el poder que intento, palabra va, palabra viene como hace cualquier poeta en una búsqueda obsesiva de expresar lo que siente.

Me quedaré en la derrota de no poder llegar a ello, pero inquiero, anhelante de una respuesta como cualquier mujer con el pubis encendido. Y si no tengo a nadie sin acordes ni abrazos para quedarse entre los papeles, constante a mis acordes; o calzado todo terreno para volver a caminarlo, entonces, me equivocaré de nuevo sin ayuda de nadie, con ojos de cansado, sin prendas corporales. Me equivocaré y volveré de nuevo a la seguridad del sentimiento trágico de la vida unamuniano, que citaba la Fortes; releeré más de veinte mil registros de Acces que pasé un día, ficha a ficha, perfeccionada sin una sola errata; despejaré de una vez una mesa de libros amontonados que no sé cuándo leeré.

Y a lo mejor como cuenta Susana Fortes que hizo Fisher al final de sus días, intentaré regresar a la única época que me queda con recuerdos todos limpios: una vieja librería donde vendía libros que no iba a cobrar pero en donde como Fisher en sus tardes felices de su barrio de Brooklyn, me sentía Dios.

Él lo fue entre 64 casillas con su apertura de peón de alfil de dama en su guerra frente a Spassky. Murió a los 64 años también. Yo a mi modo, cada madrugada con los cómicos, recién terminada su representación y que en aquel trasfondo, en aquel infierno de libros prohibidos de mi librería empezábamos en cambio de nuevo una nueva borrachera.

Ése es el mejor recuerdo que me ha dejado libre la vida para elegir mi forma de derrota y contarla después.

lunes, 4 de febrero de 2008

No quiero que pase definitivamente todo


Antes de irse para siempre Ángel González ha dejado escritos un conjunto de poemas que será su libro póstumo, su legado, y he leído tres de ellos, rescatados de un periódico de ayer.
Dice con la solemnidad que le caracteriza que “no hay prisa”:

“Deja que pasen estos años, /son pocos ya, sé paciente y espera/ con la seguridad de que con ellos/ habrá pasado/ definitivamente todo.”

Preferí ser muchas veces impaciente, me lo echaban en cara, pero ahora quiero volverlo a ser porque habla González de una seguridad, peligrosa y paciente en la que luego “habrá pasado/ definitivamente todo.”

Pues no quiero que pase lo más mínimo, quiero hacer nuevamente mía mi impaciencia, recuperar si es preciso cosas olvidadas adrede, señales que al recordarlas me devuelven al sitio donde se llora también adrede.

Es curioso, hasta un pequeño mecanismo del que hablé una vez entre estas líneas por su origen –un obsequio con origen no lo tiene todo el mundo; por su uso después, una música que me llegaba cada noche, sin escogerla, obsequiada también, me impulsaba muchas veces a intentar sacar ventaja hasta al amor.

He pasado muchos días como quién ha llorado entiende, que ni la música me acompañaba en mi caída: “Y me vuelvo a caer desde mí mismo/ al vacío, a la nada.” De nuevo Ángel González.

Pero como quiero que no pase definitivamente todo, he disfrazado los enseres más queridos, el entrañable obsequio con origen lo he puesto otra vez en marcha, a otra hora, como si así fuera una manera distinta de oír música, lo utilizo muy de mañana, -al contratio que antes para vencer el insomnio de las madrugadas, para suprimir la más mínima posibilidad de que vaya a cumplirse esa ausencia de prisa del poeta, esa paciencia, esa espera. Mi iPod me devuelve precisamente la paciencia, me acompaña en la espera.

Porque me resisto, cuesta hacerlo, piensas en tu escaso valor cuando entregabas tu completo territorio, tu tristeza, tu soledad que creías te entendían y te la quitaban, la sucesión con interés de las noches y los días, la manera de esperar propia e impaciente. Detrás estaba la esencial e inevitable lentitud que ya tiene la vida, mi pretexto cada vez que me necesitaban. Que no era suficientemente cierto, pues se pudo terminar y dejarlo estar en un simple recuerdo.

Pero yo con mi actitud, despertada en los versos del poeta, he tomado la decisión de que antes que pase definitivamente todo y nadie pregunte ya qué tal te va la cosa, aún me queda quizá en los ojos, como prendida, la alegría que puede todavía aportarme cualquiera, la ilusión, la caricia a un hombre que fue capaz de darlo también “definitivamente todo”.

Es curioso, me vino sin esperarlo esta mañana, casi como una forma de comenzar el camino de recuperar ilusiones perdidas, un encuentro con el papel por en medio, -dinA4 verdad, me dijo ella y un capricho en forma de Faber Castell, un capricho por volver a verla. .