miércoles, 31 de octubre de 2007

Me gusta dónde estoy


Alguien me decía ayer tarde en mi propia estancia, en amable compañía: no te muevas de dónde estás, ni cambies casi de postura, tienes a tu alrededor gentes que te necesitan, que andan como a la espera para verte, para poderte ofrecer incluso algo de su propiedad más esencial, nada material, quizá un gesto, una pregunta de la que ya saben tu respuesta, un te quiero que dijiste apenas sin tener que mirar, esa manía de acercarte y de no alejarte, de quedarte dónde estás rodeado de esa aureola que tienes de lo que pones luego de las comas y los puntos y aparte.

Tengo estando donde estoy algo inverosímil, un poco de ingenuidad, cosas que con frecuencia nos ocupan a los enamorados y a los desesperados. Aunque si me miro al espejo de dónde estoy y en dónde me quedo, me voy llenando de pliegues que no todos entienden, los propios pliegues que tiene la piel cuando te tocas la piel.

Con la gente en dónde estoy, procuro girar ciento sesenta grados, así ya me convierte en amante, otro giro y es como si estuviera besándome con alguien. Las pocas personas que me van conociendo saben que no tengo marcha atrás, o me hartaré de dar giros o terminaré por estudiar una inmovilidad gratificante que me sirva con cualquiera, dónde estoy, cómo estoy.

En lugar de vivir de los conceptos y de las opiniones, prefiero las posiciones, cuando rozamos partes tiernas y propias, cuando abrazarse es hábito pero cálido y diferente cada vez. Todo ello para quedarme con las sensaciones, porque la vida es tan sólo eso: un cúmulo de sensaciones y una vez tengo esas sensaciones todo es una cuestión de contraer los músculos, mirar los mismos ojos que mirabas y quedarte dónde estabas.

Pero todo esto lleva consigo que se me junta con cosas que no quería: la madurez de una tarde alargada; tiempo de sobra, que es mentira porque luego me falta para las ilusiones; cosas prestadas o que no vienen a cuento. Y sobre todo un cansancio que ya tengo en la sangre a la que respirar ya le cuesta trabajo. Hoy me lo explicaban, es que un parche pegado en la piel va directo a la sangre.

Y yo vengo poniéndole ya demasiados parches a la formas de la vida. Necesito que me vayan encontrando las cosas bien, que me digan a la vez que no quiero marcharme de dónde estoy, quedarme, con una especie de frecuencia marcada por segundos, a ese espacio de tiempo llego, no me lo fiéis más largo por si acaso.

Necesito confirmaciones de inmediato, de todos a quienes me atreví a preguntarle. Anda uno ya por una edad en que está dispuesto a comprar a cualquier precio una certeza para poder quedarse en ella, para estarse quieto, ajeno a la velocidad de los demás, al atractivo desmesurado incluso de poder abrazarse desnudo, negativa de Dios, pues entonces no me gusta a mí Dios.

Donde estoy para un último intento: saber de las mujeres ya que nunca se muestran del todo como son. Poder, por ejemplo, hacer el amor con la dureza final de no volverlo a hacer. Sin moverme como una estaca quieta admirando a la vez de las cosas lo que hay detrás de ellas, analizar el paso de mi tiempo que ya no me regresa. Se me ocurre el símil de unas caderas suaves y los pechos cayéndose sin prisa.
No, no vengamos con prisas, desde dónde estoy, prefiero el instante. No me pienso mover. Aquí me agotaré con el secreto silencioso de las personas que no envejecen, todavía me queda una difícil memoria sin decoro.

jueves, 25 de octubre de 2007

Dentro de una mujer

Salimos de un útero pero antes de volver a entrar dentro de otro necesitamos que nos tomen de la mano como un niño que no sabe, que le va a venir grande la vida. Porque dentro de una mujer, desde dentro, consolidarnos en el sexo, hacerlo bien para siempre nos parece muchas veces imposible, como náufragos de úteros que no supieron saber ese oculto sentido que siempre está dentro de una mujer.
Luego fuera, tenemos que aprender hasta la parte hablada de todo, diferenciar el color gris de los colores, la estampida de la vida, ya salimos del sitio y emprendemos un camino con la vida, “hasta que la muerte nos separe” como un matrimonio bien avenido en una competición de felicidades e infelicidades complicada. Más adelante mezclaremos salud y enfermedades revueltas buscando un difícil equilibrio, un sitio y a lo mejor ese lugar vuelve a estar dentro de una mujer soñada con lecciones de una vida mejor hecha.

Da lo mismo, hay que hacerse a la idea, ellas con su cuerpo tienen una fortuna que puede tenerlo todo, nos trajeron, nos mantuvieron cada vez, cada instante que la carne reclamaba otra vez su carne, nos acompañaran luego, evitarán muchas veces que nos estampemos contra huecos ineficaces de soledad y de silencio, como si dijeran vente de nuevo dentro, allí lo tienes todo, sonriente, quieto, acomodado y único.

Qué placer y qué misterio, allí dentro, ni piensas en el futuro, ni te hace falta el sufrimiento, se trata de un aprendizaje humilde y brillante, mezclas a la vez cargamentos de placer, trozos de los que estamos hechos, pruebas qué se puede hacer con el material humano, con la paz insoportable que tiene dentro una mujer. Siempre cabes, siempre tienes sitio, se trata de saber buscártelo, de reconocerlo, al salir y mientras estás allí. Es una dependencia de la vida que te debe crear toda mujer.

Contaremos las satisfacciones aparte, las vibraciones, los ritmos propios siempre acordes porque ellas marcan la pauta y tú la sigues, a veces recuperas allí, la esencial lentitud que tiene la vida, tu vigor necesario, tu aprendizaje de hombre, tu manera de ser, la invención cultural de tu lujuria, tu lirismo romántico y sin resaca.

El mejor sitio, imperioso y hondo, labios precisos de una mujer, formas de su vulva, identidades importantes a medida como una lección de intimidad que no debes defraudar. Allí dentro hay una paz cargada de sensatez y de memoria, de historia propia y de ella, de sabiduría, no sé, de lo que no tienes en ninguna otra parte.

Hasta he pensado que me puedo quedar sin historias para contar, no me harán falta ya: ni el poema olvidado, ni narrar el desgaste cotidiano, el escozor del gusto, el suspiro de la queja. En el mito sagrado de la fornicación se elige una certeza de lo que sucederá, pero luego dentro hay un mundo propio que escoge la mujer, doméstico a veces, irreversible, único, exigente y preciso.

No hace falta narrar esos momentos, sólo basta tenerlos, olvidar la castidad de la memoria e intentar comprender que es con ella, dentro y fuera de ella donde está el camino y salida de la vida de todos los hombres, su prestigio luego, su deber de recordar lo que le dieron dentro, lo que le mantiene fuera.

A Alicia Giménez Barlet le leí una vez que “nadie quiere otra cosa que ser escuchado”. Pues escucharme y leerme, sin “para” ni “por qué” dentro de una mujer estará siempre la alcancía más hermosa que puede obtener un hombre por haber salido de ella.

Mi respeto, mi veneración.

domingo, 21 de octubre de 2007

No puedo cambiar de formato


A veces viene bien alterar costumbres de movimiento: tras mi hábito de madrugar, mi insistencia en el café y mi lectura prolongada hasta que en la mañana la propia casa empieza a ser y moverse como es habitual, establece un agradable lindero de lo que viene después. Hoy lo alteré, no sé por qué, quizá fue a la vez endocrino y cultural.
Hasta mi carne decadente, ilustre pero cansada ya hace tiempo, me permitió hoy salir muy de mañana a la calle con mi propia soledad sin pretensiones ni abandonos a buscar la mañana de un domingo con las calles vacías, recorrer ese pedacito de ciudad que me he aprendido demasiado, corto, entrañable, y repartir así, en la calle, aunque luego no pueda evitarlo hacerlo aquí también un silencio de escribir sin palabras, a mi modo, sin depender apenas de la sintaxis.

He paseado sometido a la calle, la gran diferencia de edad de los viandantes me permitía eso, hasta intentar cambiar los sueños y los recuerdos. En el exquisito “chocolat” compré unos cruasanes justificados de su contenido, en una mesa una pareja conversaba tibiamente, ella apuntó al verme entrar la mirada, inexacta pero interesante, se la devolví sin más vergüenza que mis propios pasos cuando me alejara. No consigo evitarlo, llevo mejor las arrugas del contorno de los ojos.

Me detuve, cómo no, en el escaparate de mi entrañable casa de los libros, esos que a veces convierto en virtuales pero que son lo mejor que he tenido en mi vida. A la vista el libro de poemas Olvido García Valdés, Premio Nacional de Poesía bien reciente:…”Buscaba/ yo/ otra cosa/y cerré sin ruido comprobando/que ya no tenía voz. Todo/aguardaba bajo formas/de sueño”…

Quizá por eso me ido sin ruido tan temprano, he leído –cosa rara- en plena madrugada algún rato en la habitación de al lado, como una manera discreta de buscar el sueño, sin la química del sueño, con la ilusión de lo que “buscaba”, “otra cosa” y nunca podré tener.

Mi posterior recorrido fue la compra de un periódico que hoy ha cambiado de formato, no he querido el reloj que regalaban, prefiero que el tiempo se me quede quieto. Y yo porque así lo pienso no puedo cambiar de formato, seguiré teniendo el mismo: en la pasión amorosa, como dice Manuel Vicent, “siempre hay un amo y un vasallo” y me quedo corto de pasiones, sea cual sea mi lugar: la metáfora, la mujer y algún libro.

Con el mismo formato, con la música que escucho cuando me siento más solo, boca arriba en la cama, no dejándome mis huesos el espectáculo de estando boca abajo ya creértelo todo. Forma y orden idénticos a base de paciencia, de poesía de un hombre despojado, amando aquello que no se posee por completo, con rigores de silencio, los ojos todavía abiertos a las procesiones del recuerdo, las reiteraciones, todo en su lugar, con la boca muda, tan solo contar esta escapada a la costumbre, al rito que adquieren las casas y las cosas cuando las haces cada día.

Pero en el fondo. Idéntico formato. No me puedo cambiar como el periódico, deseando y necesitando una gloria que no me merezco, acumulando tiempos muertos en las horas de sueño cuando no tengo sueño, callando muchas veces los recuerdos, callando en definitiva casi todo, aunque escriba en el acto porque lo más importante nunca se cuenta, pensando en el pasado, en el propio formato de hace tiempo y el pasado no sólo es fugaz como decía Proust –releyéndolo ahora, ¡qué placer!- es que no se mueve de sitio.

Pues seguiré sin moverme de sitio, reescribiré lo viejo aunque alguna mañana salga a comprar un periódico que ha cambiado de formato, todo es modificable menos el ser humano, siempre con las mismas sensaciones.

jueves, 18 de octubre de 2007

Necesito la gloria siempre


La gloria puede tenerla o sentirla uno o carecer de ella, traértela la vida o quitártela y volvértela a devolver. Yo necesito la gloria siempre, la pido, la demando porque hace que mi edad verdadera, deje de serlo y me convierta en ese alguien con sueños que todavía puede vivirlos.

La gloria a veces te la traen de gratis personas que tienen poderes, hasta dominios sobre uno, que aceptas y te enorgulleces. Tiene para mí de todo: ese café sin azúcar de la mañana que Chirbes le llama a la vida, ¡mira por donde!; una especie de empuje que me hace levantar los brazos cuando me los noto caídos, alguien con poder y autoridad, con una extraña mezcla de exigencia y dulzura que resulta ser quien me los levanta.

Además me imponen como un deber, una obligación de adulto todavía niño de mantener ese esfuerzo por la propia necesidad y satisfacción, un tono de mi cuerpo a través de la palabra en una edad difícil de substituir ya. Estar bien como si hubiera cavado cimientos para mi mejor construcción, artesano de mis propios sueños pero a diario, cada noche, como ese regalo con sabor a gloria regalado y persistente.

Con tiempo para pensar estos días pasados, he notado la vejez peor, todo lo notaba peyorativo, hasta las cosas: tiempo que se prolongaba, como de sobra, prestado, días que no venían demasiado a cuento; cansancio hasta en la sangre, escaso de palabras cuando ellas son siempre como tirantes que me sujetan.

Pero me retornó la gloria, palpando debajo de la sábana a ciegas de la vida y encontrando de nuevo su cintura. Una cintura de mujer puede ser la felicidad de la frecuencia, volver como decía a ser de tan maduro otra vez niño, la inquietud por apurar los segundos y que me vuelvan a parecer buenos, de nuevo interminables segundos de hermosura. A lo mejor los recuperaba de un rostro de mujer, de un pliegue interminable por el último beso dado, del poder de unas axilas que aportan nerviosismo, preámbulo de felicidad.

Toda esta gloria reventada entre las manos no necesita confirmación, he tenido de nuevo el valor de esa certeza, soy como un hombre que nunca hubiera visto una mujer y quisiera saberlo todo sobre ellas. Voy sabiendo, voy aprendiendo de su poder y su sabiduría, me siento desnudo como si eso hiciera falta para que me abrazaran, voy madurando hasta saber del todo lo que había detrás, ese instante cotidiano que lo tengo de nuevo regalado.

Vivir con todo esto, vivir de esa manera, autoexigente para mí mismo, generoso en lo ajeno es la necesidad más amplia que todavía siento. De nuevo, pues, mi pequeña mecánica de los libros abiertos, de los sueños con sueños, de las miradas furtivas a la belleza que responde al término belleza; otra vez de capa alta, en lugar de caída, tono de placer solitario, pero narrable; la soledad de mis habitaciones maduras donde hubo tanta historia que han hecho mi historia; todo lo mejor de mi memoria libre, soñadora y tierna porque no sé si pongo en su sitio las palabras, lo que estoy seguro es que siempre las pongo tiernas porque no quise aprenderme otras.

No sabía de joven que la memoria tardaría tanto tiempo en dejarme libre, que recobraría estos instantes faltos de decoro si es preciso pero hermosos y respetables, que lo iría recobrando poco a poco todo. A los jóvenes les salvan los sueños, a los viejos, la memoria. Ésta que me trajo de nuevo la gloria regalada y única como mi único equilibrio, ancha y agradable, acogedora como un gran hogar.

domingo, 14 de octubre de 2007

Vuelvo cada día

Vuelvo cada día e intento hacerlo sin retraso, a mi doble café, a la soledad de una casa nunca sola, a la caricia del cuero de una butaca que nunca dejará de ser mía, al libro pendiente, patrimonio ya propio junto al borde mis propias cosas, a la amplitud de las metáforas olvidadas en los demás como una cosa intensa que me espera, pero sobre todo a la confirmación de lo que tuve, la certeza de que lo sigo teniendo, ni cambiaré el gesto ni la duración de la mirada. Es curioso, qué torpe, pero me siento orgulloso de una concordancia de movimientos, de un entendimiento.

Vuelvo y volveré cada día como si fuera un deseo de renovación de la vida, una cultura de mi ocio, de que termino de vencer a la noche, que luego terminaré mi exigencia propia, mi mandato, sin desamores dentro, con una especial manera de desear buenos los días, una imagen rescatada y copiada, las palabras más osadas y más desnudas, más humildes y a la vez más testimonio de mi condición de hombre.

Viviré, pues, todo este día siguiente desde hoy, revelado, destapado, descubierto, nada más poderoso que mi insistente desnudez ante una mujer, en voz de Umbral, “mal desnudo y soñante”. Es una especie de topología, una determinación nerviosa, estirar indefinidamente lo que sueño despierto, a lo que le pido y le respeto: inmediatez y distancia.

Desde ese momento de la mañana me hago dueño de mis huesos, como si me volviera a levantar de nuevo, salgo a la calle y casi soy viento, volando por la tierra, al menos así me lo parece. Busco lo mejor, habitual como el café, la butaca, los libros, pero no menos querido, no menos necesario. Imagino por la calle, medio vista la cintura de una mujer para violar su piel, su sudor, los espacios que debe tener su cuerpo; veo ropa de año nuevo para gente con años menos, da lo mismo, me acerco al apetito de gozarla, de ponérmela luego y de verme casi como el maniquí del escaparate pero con movimiento; la simiente reconocida de mis calles vivientes todavía porque nada me apacigua aunque me sienta más cerca de ser viejo.

Y me invento hasta apoyándome en las estanterías de mis rincones donde me venden los libros, las fantasía de amor que hay en ellos, la pasión de las bocas que los leen para besarse luego, así lo consigo exagerando mi curiosidad, imaginando la gruta de unas axilas, una especie de misterio y de aventura. Todo esto que deseo, todo lo que son mis sueños, mi vuelta de cada día, puntual como la rima del último verso, me templa a veces las distancias porque la distancia siempre ha sido deseo, lo demás no es nada, no tiene mérito.

Escribo agarrado a ese deseo, castigado por él porque la culpa es un ingenio que sigue funcionando toda la vida. Ahora detrás de cada palabra mía estará el silencio pero seguiré escribiendo aunque ese silencio lo traiga siempre el tiempo, detrás. Escribo, y siempre vuelvo al honor de cada día, a mi propia decadencia que no es una evolución sino un destino, hasta las propias horas del descanso es una manera de rechazar la desesperación, pero la vida se me impone, me lleva a veces demasiado lejos pero nunca perderé el anhelo de poder decir que vuelvo cada día.

Hasta que no pueda volver, hasta que el silencio a mis palabras corresponda a que no haya nada detrás.

martes, 9 de octubre de 2007

Mi primera metáfora

Mi primera metáfora fueron los libros, buscar en ellos un amor insospechado a las palabras, atributos de vida que casi yo no tenía, ir como en el propio origen de la palabra “más allá” y “phorein”, pasar, llevar, ir sacando las palabras de su contexto a veces con un proyecto casi más que estético, rayando lo obsceno.

Ahí está mi error y mi satisfacción: no quiero saber lo que cuentan en las novelas, quiero imaginármelo yo como propio y que las palabras que las cuentan puedan ser metáforas que añadiré yo luego a la vida que me venga, iré así poniendo tranquilidad a las incertidumbres.

Por eso huelo a libros, ya a humo viejo, a sueños acumulados, a lecciones de intimidad que no le sirven ya a nadie. Pero en esa constante búsqueda de metáforas entre las palabras que voy leyendo y las metáforas que me van viniendo todavía me quedan curiosidades ajenas al insistir tanto en las propias.

Así ando, a ratos mucho menos seguro pero siempre empeñado en buscar cada día la mejor manera de hacerme con el día. Quizá sufra el propio engaño de que si no lo acosara, el día acabaría en mi regazo, sabe que detrás de unas manos tendidas, hay una vieja pìel memorable y convicta, una mirada limpia y sin traiciones, como una especie de enamorarse del descanso sin haber encontrado todavía una metáfora de la palabra enamorarse.

Todo es una búsqueda que me es ya muy necesaria de la larga y difícil cuesta del descanso. Nadie a tu alrededor lo tiene en cuenta con veinte ó treinta años menos, un descanso que más o menos largo precede a la muerte, allí se suprime todo, hasta el temor a la muerte, allí no hacen falta las metáforas porque pierdes definitivamente la memoria.

Pero antes de perderla del todo tengo la insistencia en mi vida de no buscarle ningún símil al amor. “Una noche de amor hace universo”, dice Aurora Luque, una noche sin sueño en que piensas que te puedes haber quedado definitivamente sin amor ya no tiene más misterio que regresar entonces a las palabras, a los libros.

Salí la otra tarde, ya tarde, con un libro muy querido en la mano a dejar ese libro en las aguas del mar. Estaba muy seguro que volvería al lugar más querido y seguro, pensé si ya no estaba allí, por eso quise enviarlo de nuevo ratificando así la mayor y más honesta capacidad de mis sentimientos. Quizá se llevaría también entre sus páginas el olor de mi fracaso, el sabor de un desencuentro.

Le decía a su autora al dejar su libro en las aguas de mi mar para que llegara más mojado de lágrimas que nunca a su destinataria, le decía, María Tena: yo no sé cómo huele esa mujer en la cama, ni sus detalles para tomarla toda entera, ni sus abrazos fuertes, ni sus axilas desesperadas, jamás supe el rincón de sus labios pero he sido capaz de imaginármelo como un instante único que no se acaba. Tú lo escribes: "Ahora pienso que no fue solo deseo. Era como tocar un ideal."

He cumplido la parte de ideal que fue posible por eso estuve seguro la otra noche, cuando me dolían hasta los huesos de saber que yo existía, ese libro, como si me lo hubieran devuelto, lo volví a colocar en su sitio, el mejor que tendrá hasta que se me acabé el resplandor inventado de la vida.

Volví a casa y me puse a buscar alguna metáfora en los libros, ese vicio que tengo que quitarme.

sábado, 6 de octubre de 2007

Esa forma de locura

Puede ser que vaya aprendiendo que el amor es una experiencia calmada, hasta con pausas cuando haga falta, en lugar de una pasión terrible. ¿Me lo dice la edad? Puede ser, porque ningún beneficio de los que me va trayendo, compensa las ilusiones que se va llevando. Me trajo la obligación de la lentitud, la enseñanza de la espera, la experiencia de que no era mi momento pero la ilusión era tan enorme, me esforcé tanto en ello, puse tanto afecto a pesar de de no nombrar un día las virtudes, por lo visto que en el cómputo se queden los agravios.

Me considero mal alumno porque no quiero aprender, me enseñaron al principio de la vida amorosa, la posibilidad de acercarse y no apartarse jamás, la insistencia cuando debía tener sólo resistencia; mal alumno para partes desiguales cuando mi entrega es inigualable. Puse una sobriedad que no se encuentra o por lo menos a mi no me la ha dado nadie, entregué siempre un entusiasmo que no hace falta explicarlo, hay que estar entusiasmado. Y llevaba, por si acaso, de alguna manera, el cartel puesto, lo que ocurre es que es un rótulo que no desagrada a casi nadie.

Las mediciones de entrega siempre salen desiguales porque todos somos desiguales. En el fondo no me daba lo mismo porque quería lo mismo, jamás en mi lenguaje hubo un tono o una máscara desigual: empleaba la voz en alto, dejaba la puerta abierta para tener yo esa misma puerta igual de abierta. Ya lo sé que era una forma de locura como los locos o los agredidos cuando lloran o gritan. Me asemejaba: pido perdón pero me he acordado, de muchas tardes que una joven muchacha me pedía lo invencible y lo imposible. Lo negaba, pero esa forma de locura me la he quedado yo luego.

No habrá más remedio que escribir en el mismo folio la autopsia de una locura, la pasión y los errores de un desespero, de una forma de acercarse y de quedarse cuando nadie me dijo que me quedara. Nunca puse un precio alto, pero sí impagable como consecuencia de ser un alma sola y que la vida ya me iba destruyendo la vida.

Acabaré pues –puede ser posible- cualquier historia, con la soledad y el silencio de Panero: “tan solo quiero una palabra más, sólo una palabra para escribir a solas un árbol para la nada.” Porque yo sino me quedaré con un soledad imposible para escribir y estar sólo para siempre. Ya me hacen daño las palabras, ya me hace daño casi todo, hasta estar vivo, hasta sentirme viejo.

Me he quedado, de alguna manera, con un sufrimiento ya como recuerdo igual que un sueño que se paga y se apaga y el sufrimiento siempre hay que saber evitarlo a raya, no con lo que se puede dar, sino con lo imposible, saber cada vez lo que se daba y lo que se pedía. Porque siempre supe sufrir, luego amar, luego partir y después sabré vivir sin nada. Porque me dieron mucho muchas veces por eso ahora es somo si me sintiera sin nada.

Ya sé que la simple supervivencia es una constante decepción, decepcionamos y nos decepcionan pero le tendré que dar la vuelta por completo a éste escrito: quiero ser feliz, tres o cuatro días que me queden, vivir la imprudencia de los amores imprudentes, hacer de nuevo el simulacro de un rostro entre mis manos y saber ofrecer mi madurez y mi demanda. Porque para demandar estoy sobrado, siempre lo estuve, supe alargar la mano para pedir la mano pero antes entregué a voces la generosidad de toda el alma.

De nuevo estoy seguro que debe haber algún lugar de la tierra en que alguien sepa cómo funcionan las pasiones, que tras ese abanico de amor que me fluye siempre desde dentro, no lo desperdicie, sepa corresponder, sin ápices ni nada, sin bordes que se queden fuera, una pasión espléndida, recíproca, casi solar con forma a lo mejor de mi propia insistencia, de mi inevitable locura.

Porque para querer como yo quiero hay que estar definitivamente loco, quedarse libre de los libros, con un alivio y un desahogo permanente para seguir siéndolo.

miércoles, 3 de octubre de 2007

La memoria recurre

La memoria recurre cuando no tiene más remedio al presente recién ido o que es de otra manera. Hueles, piensas, aprovechas a veces la noche que sufres por motivos bien terrestres, los que aporta tu propio caminar, esa cojera que te empeñas en decir que no nota nadie, eres pátina vieja de saber hacerse viejo. La memoria que tiene mal prestigio hace falta a veces como una especie de tacto, propio y ajeno para tener calma, para recordar antigüedades bien recientes, que no sientas como un aviso de pérdida de confianza.

Pero con memoria o sin ella yo no quiero llegar a un derroche de melancolía sin cauce, sin lenguaje. El lenguaje me costó mucho tiempo aprenderlo, me parece que casi toda la vida, mucho esfuerzo saber lo que quería y poderlo decir luego. Con el lenguaje me perfumo cada día porque huele bien la ternura que aporta y tengo todavía muy tierna esa ternura. No la quiero perder o que sea tan solo una especie de piel para rogar los regresos.

Y me queda ternura porque la memoria me aporta cada día la forma de empeñarme en ángulos tan estrechos como es querer a alguien. Son amores de pieles, sin tocarse la piel, son amores ganados con los ojos cerrados muchas veces porque ya no me cabían tantas lágrimas, porque ya no me caben tantas lágrimas.

Pero como quien tiene que volver al trabajo de nuevo, vuelvo a recorrer las mismas calles: me avisa algún amigo que de un túnel sube un coche por la rampa, deprisa, que no avisa, debe ser un amigo que tampoco se ha dado cuenta de mi oculta cojera; yo lo espero, llega el coche a la superficie, tiene suficiente luz de nuevo y pisa un acelerador que le llevará pronto a cualquier parte. Vuelvo a estar en los sitios donde tengo la sonrisa ganada cuando entro, hasta el roce apenas de una mano, un eco, un descubrimiento saber que hay quién me quiere.

Estoy trabajando de nuevo precisamente en el uso y disfrute del lenguaje: ese escritorio público testimonio de mi escritorio privado; un libro de versos de los que tardamos tantas veces en entender que ya los habíamos leído; una novela alegato político donde el padre de Blancanieves hace un cuento, escribe un largo cuento de cómo comportarse los individuos en la vida. A veces hasta, es curioso te cuenta que su abuela censuraba el acto, pero no la persona que lo había cometido, los separaba porque si no los separaba decía ya no quedaba confianza, el valor de rectificar, el aprendizaje, la manera de alargar la mano de nuevo .

Pero a la vez que estoy de nuevo trabajando, trabajando para tener otra vez trabajo me voy con más precisión dándome cuenta que quizá envejecer sea que se te vayan cerrado las carpetas sin que se abra ninguna nueva porque ya carecería totalmente de sentido. Y en ese trabajo ya con fecha de caducidad impresa te das cuenta lo que ocurre: no es que sea justo o injusto lo que ocurra, la razón es siempre inverosímil, tiene un precio muy caro que no debe pagar nadie porque nadie debería de tener nunca razón.

Esto avanza, lo malo es que esto avanza, me he de fijar con más detalle en los túneles oscuros de donde salen los coches, ver si aprendo por fin a caminar no tan despacio porque lo demás me gana el paso: el reparto del dolor en los cuerpos, el mañana que llevábamos dentro que se nos está haciendo pequeño y esas equivocaciones, nuestras, de los demás, de la propia vida ¡qué más da! Nunca debemos repetirlas ya porque me falta tiempo, no me queda casi espacio y lo que es más triste uno que ha malgastado la ilusión ajena que creó, es preciso que se invente cómo la vuelvan a anhelar de nuevo. Si quieren, tengo agotados los esfuerzos.

Pero con todos estos síntomas, con un presente al menos diferente, sigo sintiendo una sensación extraña con sabor antiguo pero con idéntico prestigio, el que traje, el que gasté por el camino. Era nada menos que algo demasiado importante en la vida de un hombre apenas un poco viejo, amigo indisoluble de la pasión y la ternura.

Me bastaría quizá, una mano de noche que me reinventaba a mi mismo el amor cada vez como un territorio escondido, un lenguaje que no voy a perder, la maquinaria de mi existencia, la misma, la misma que tenía. Eso no lo voy a perder, es como mi misma piel aunque no quiera nadie hacer uso de ella.