viernes, 31 de agosto de 2007

La soledad que me queda

Hace días leyendo algún comentario a este rincón virtual mío donde caben tantas cosas: besos, maneras de estar, desesperos y alguna forma de sueño, me decían, poco menos, que era eso, como el título, un privilegio, mostrarse allí desnudo en mitad del albero. Pues lo pienso seguir haciendo –y van llegando cada vez más lejos mis palabras por lo que veo- mientras me quede ese rincón de soledad quizá mal entendida, una equivocación, una felicidad del momento, dos “transilium” y no poder dormir una noche, o intentar quince veces una conexión sin cables quizá porque me habían quitado hacía un rato casi todos los cables.

Voy a seguir haciéndolo hasta que me quede la impresión de eternidad cuando miro a las mujeres, la inquietud todavía libre en las regiones más septentrionales, la necesidad de que me sigan infiltrando ilusiones porque jamás se me terminarán las ilusiones, mecanismos de las cosas por saber, instantes de verdades que duraron sólo eso, instantes.

Lo he dicho muchas veces: no me voy a quedar ya con el silencio. Si es preciso, como hacía de niño recitaré mis sentimientos como versos aprendidos, versos dichos en voz alta cuando dormía, sólo, con dos cuartos a los lados, uno el del padre, otro el de la madre, dignidades sociales que nunca podían entonces separarse.

Arrastro tantas cosas, que hice mal en callármelas. Y ahora ya muy tarde, 71 años después he venido, estoy viniendo a decíroslas como consecuencia de esa cita de Umbral que le he leído a Inés Matute: “Hay una voz, la voz de la agonía, que/ la llevamos dentro toda la vida;”…Pues esa voz, esa agonía, esa soledad que os contaba ya no puedo llevarla más tiempo dentro.

Puestos a contar todavía no me acuerdo muy bien si supe lo que es la pasión, por eso ahora ando imaginándomela a todas horas, sin censuras ni carencias. Me tengo ya que imaginar lo que debía a ser con veinte años jadear, jurar y llorar con una mujer dentro, porque no hay que penetrar a las mujeres, nos llevan todas dentro, no nos engañemos. Jugamos a su antojo voluntariamente porque saben más lujuria, más formas de ponerse, más sabidurías alojadas desde cada punto de entrada.

Quiero vivir lo que me quede con los dedos sobre el trigo de la rabadilla de la soledad bien entendida. Quiero escribir lo que aquí quede sin vergüenza porque ya me vendrá la vergüenza luego cuando lo lea, cuando se me escapen las hojas del periódico anterior de mi vida en los años años que escribía en los periódicos. Quiero dejar la estupidez fuera de lo que piensen los demás, hay quién ni me piensa, ni me considera, ni me cuenta, me dejan estar en la soledad, que yo mismo les exijo porque bien poco me dan en su lugar.

Quiero la autonomía de los viejos que no se han hecho viejos, mirar todavía los pechos sólidos, redondos y erguidos que tienen todas las mujeres que miro. Cinco segundos de agrado mirándolos y mil momentos recordándolos. No soy un viejo verde, soy en todo caso un hombre en tono verde, ese que proporciona el nerviosismo perpetuo que se te acabe la vida, que se te termine el silencio.

viernes, 24 de agosto de 2007

Por la calle Baja


Normalmente en mis escritos de la red suelo contar más, cosas de mis sentimientos, de mi mundo interno, que hechos realmente sucedidos en mi vida cotidiana. Hoy voy a invertir los términos. Contaré mi paseo la otra mañana por la parte vieja de la ciudad, en pleno barrio del Carmen, en el Tosalt, recorrí a pie, porque es el único medio por toda aquella zona, en busca, en la calle Baja, de dos librerías que en plena canícula acababan de abrir dos libreros. Se han extinguido en mi ciudad y empleo el término “librero” en todo su preciso significado. Yo lo fui en mis tiempos inmediatamente posteriores a la Universidad y recuerdo esa época como la más hermosa de mi vida.

Me costó llegar hasta la primera de las librerías, recorrer partes de la ciudad que ya no recordaba, zonas viejas pero vivas. La primera de las librerías que buscaba estaba cerrada con una reja pero que me permitió entrever su interior, y el rótulo explicativo en una nota externa junto a la puerta no dejaba lugar a dudas: se trataba de un taller de poesía, los libros de poemas amontonados hasta en el suelo, fuera en la nota explicativa a que me referí, hablaba de un horario vespertino y nocturno dedicado unos días a enseñar a recitar poesía, otros a explicarla –como si tuviera alguna explicación ese mundo-, también había un día dedicado a los niños, me imagino que para inculcarles el amor a los versos de un poema, antes y después de hacerse poema.

Seguí caminando, sin hacer demasiado caso a mis caderas, tenaces, insistentes de su presencia en mi cuerpo hace ya casi veinte años, en la búsqueda de la otra librería. La calle Baja, como su paralela, la calle Alta, es corta, pero al no localizarla entré en una tienda a medio abrir dedicada a la venta de discos. Un posible cliente con pinta de extranjero atendió a mi pregunta: -The librery?. Me indicó la que acababa de abandonar y parecía no saber nada más o mi inglés no me permitió completar mi interrogación. Apareció una hermosa muchacha con una ceñida camiseta violeta y un short, no me fijé de qué color. Bajo su camiseta noté dos pechos antigravatorios. Se ofreció para responder a mi indagación a acompañarme, claro le dije, sin pensar en nada más, en nada más. Caminamos unos metros y comprobamos que la otra librería estaba también cerrada y únicamente abría por las tardes, según indicaba su horario.

Era lógico, ya que el barrio del Carmen, es por la noche cuando tiene vida, una vida sin horas muertas, una vida nocturna como un escenario oscuro de posibilidades, sin desperfectos ni renuncias con el poder que tiene la noche cuando se impone: una salvación a lo que nos traen luego los días durante el día.

Inicié mi camino de regreso, me fui fijando en los gestos de la gente por la calle Baja que ya no recordaba, me detuve en una vieja tienda de ropa usada. Un precioso perro galgo que la protegía, demandó mi caricia cuando me acerqué a mirar su escaparate. El dueño, de aspecto apacible, me dijo al verme: -qué, con mi perro viendo lo que vendo? y le respondí, sí aquí estamos los dos. Ya de lejos miré con insistencia la calle que acaba de abandonar, la calle Baja, la vieja calle Baja.

Pensé que aún estaba allí hacía mucho más de cien años, casi los que quiero cumplir, por eso volveré otra vez a ver si me encuentro de nuevo a aquella muchacha de la tienda de discos, nuestra despedida fue en silencio, la más rica forma que tienen las despedidas, le rocé el brazo que ella misma me alargaba al darle las gracias por su compañía; buscaré de nuevo también a mi amigo el perro galgo y su amo; intentaré si está ya abierta que en la primera librería me expliquen entre medio de unos cuantos poemas, cómo se aprende a leer poesía, no sé, volveré por volver, a esa especie de calma que aún me queda por ver dónde queda, sin dejar de buscarla.

Por la calle Baja, me sentí bien la otra mañana, fuera de mi barrio, lejos de mi casa, pero cerca, cerca de esa calma. Quizá la encuentre en el recorrido en busca de esas dos nuevas librerías, paraíso donde he leído en una reseña del periódico, no venden los libros por venderlos, me han contado que hay un sillón donde ojearlos, donde me pueden dejar ser de nuevo librero, como en aquellas madrugadas en la “Librería Romero” con los cómicos que recogía al final de sus representaciones en los teatros de mi ciudad para hablarles de los libros que yo había sabido leer mejor que nadie.

Ellos me entendían, me compraban libros sin pagármelos, pero se sabían de memoria aquellos versos de Leon Felipe que había a la entrada: “…ser en la vida romero, sólo romero/ que camina siempre por caminos nuevos”.

lunes, 20 de agosto de 2007

A ti


A ti, que en letra de Joaquín Sabina, “te has colado en el coto privado de mi vida, que aún no sabes lo besos que te caben en la boca”. Lo primero no avisaste, me viste con la mano tendida y adivinaste qué me hacía falta, como una especie de aviso para poder entenderme. El asunto de los besos es que no lo hemos probado porque todavía no hemos podido.

A ti, parece fácil decirlo, que es una especie de sentimiento cómodo para estar, eso, más cómodo. Y sin embargo a medida que va pasando el tiempo, es un punto de partida, una manera de acercarse, una confianza antes de tener confianza.

A ti, no te lo creas que es cómodo sentirlo porque lleva detrás, con mi modo de entender las maneras de estar con la gente, un cúmulo de puntos de contacto para buscar un verdadero contacto, unas cuantas palabras verdaderas, esa especie de hálitos de vida, libres de licencia, pero que no tiene todo el mundo.

A ti, me ha resultado en ocasiones no saber razonar, hallarme en ese poco más allá del cual efectivamente no podía razonar, sólo consistía en estar como al borde mismo de tu desnudez, rozando el llanto que no debe llegar, buscando la infinita proximidad de las palabras que tienen al escribirlas para quién las lee.

A ti, siempre ha sido una proximidad, una honestidad, una manera de darle valor a gestos que usábamos a medias. Hablando de mitades, como un hueco que no era de nadie porque era de los dos, porque lo entendíamos los dos. A ratos pensábamos que había ya bastante, que estaba todo dicho y ya ves faltaba eso del coto privado y del interrogante de los besos.

A ti, para mí nunca fueron solo dos palabras: han sido páginas de asombro, muestras de esfuerzo, imágenes que te mandaba siempre por el mismo camino, canciones, canciones de retorno por tu parte para guardarlas en un iPod pequeño y entrañable.

Por eso ahora cuando leo en un libro de versos que no tiene versos, qué hacen dos seres con un paquete de sesenta meses, con un pasado, un futuro tercamente ausente, yo no saco más las cuentas de las veces que más o menos veladamente te lo he estado diciendo que debemos hacer con muchos menos meses. Y eso que siguiendo el tono de Sabina, he leído la red y no hablan ni de ti ni de mí.

De mi coto privado, lo siento, ya no puedes salir, lo de los besos tenemos que tratarlo, ves pensando cuántos te cabrían en tu boca; de cómo nos entendemos también puede ser que no lo entendamos: la gente queda lejos pero puede sentirse cerca, estar casi al alcance de la mano y nunca rozarse las manos, sólo cada vez, cada noche escribiéndolo o escuchando quizá ese “a ti” de Sabina. No te gustan sus formas, lo sé, pero le he robado las dos primeras palabras de una de sus canciones.

En casa, sabes, hace tiempo, tampoco hace tanto tiempo, sonaban muchas veces sus canciones en un cuarto que tengo cerca. Muchas veces sonaban sus canciones.

domingo, 19 de agosto de 2007

Todavía no tengo el resultado

Todavía no tengo el resultado de muchos comportamientos a los que me ha ido obligando la vida, o situaciones que yo voluntariamente he buscado. No sé del todo como soy con la gente, mi forma de acercarme o de quedarme, qué tal soy más allá de las frases cordiales de siempre. Saber de ti lo que gustas y aquello por lo que no agradas, qué razones tuviste del éxito o del fracaso, qué no supiste hacer bien. Repetimos muchas veces comportamientos sin saber por qué, sin venir quizás a cuenta, entra uno dentro del hábito de la repeticiones e ignoramos el original cómo fue para los demás.

Son demasiadas las escenas de las que quisiera saber su final antes de llegar al final. Resuenan nuestras voces, hay un eco cercano que las escucha, pero qué le parecen, qué le parecieron a estas alturas de la vida. Fueron muchas las veces en que me ejercité incansablemente sin venir a cuento o el tono era equivocado. No lo sé, no me lo dijeron claramente del todo quienes debían decírmelo.


Hay un área muy difícil de saber, cuando tu cuerpo se acoge a otro cuerpo, tu sentido a un sentido cercano pero ajeno al tuyo propio. He buscado saber muchas veces el resultado y sigo sin saberlo Se juntas tantas cosas, incluso algunas que nos las puse yo que me siento totalmente desorientado. ¿Qué estoy pareciendo tantos años, qué estoy pareciendo desde ayer, desde el primer gesto, la última palabra, desde mi manera de ser?


Siempre he intentado no parecer demasiado extraño, asequible, fácil, pero yo a mí mismo me respondo en muchas ocasiones, que no soy nada sencillo, que a lo mejor hay que dejar que te vean, que te juzguen no, por favor, que simplemente tengan en cuenta que llevas ya aprendiendo desde lejos, desde hace mucho tiempo modales y maneras que tienen también el tono amable de las palabras enteras cuando son verdaderas, una manera de ser y ya es bastante.


Me viene ahora a la memoria una cita que hace días leía de Heráclito en boca de un poeta: “el camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo”. Por eso yo no sé qué hacer para sentirme hacia arriba y que les parezca a los demás para que al final me den un buen resultado de mi análisis. Mi almanaque de debilidades es grande pero a eso hay que unir que cada vez tengo menos resistencia para ir hacia abajo, de la mano de Heráclito.


Necesito saber el resultado del examen, sobre todo de las personas que quizá alguna vez supieron entenderme. Ya sé que con el verano no se acumulan demasiado los aciertos, da lo mismo, porque llevo una vida detrás con muy pocas actitudes que han supuesto una queja verdadera, un impedimento, un freno o una barrera a que hicieran de mi lo que quisieran. Ha llegado el momento que con tanta sombra como me traen los años alguien ponga un poco de luz, ese poco de afecto que hace falta a ratos, casi siempre.


Ha llegado el momento de saber, ¿y si no hubiera suspendido el examen después de todo?

miércoles, 15 de agosto de 2007

Se me agotan las pilas


No sé si lo habrá sentido alguien de vosotros alguna vez, pero hay ciertos momentos de cansancio en que uno nota que su propia fuente de alimentación, lo mejor que tiene, la siente más agotada. Y no encuentro relevo, ni es hora ya de buscarlo. Es cierto que el verano me pesa por algo más que el clima, se trata de una propia temperatura no buscada que ciertamente me deteriora bastante. Pero no es solo eso, a veces se nos juntan factores, síntomas, se nos acaban incluso los rincones para el sufrimiento individual pálido pero honesto.

Hace días, incluso, llamé insistentemente a una puerta donde había genes propios, sangre de la misma clase detrás, y nadie me respondía. No lo pude evitar, vinieron a mi mente recuerdos dolorosos: una puerta -la mía propia- donde al cruzarla hallé la casa vacía y debía haber alguien. Pero no había nadie, absolutamente nadie. En el caso que cuento, he sabido a tiempo de tirar al suelo esa otra puerta, que su dueño se había cambiado de donde estaba a otro sitio, a otro sitio que todavía desconozco.

Es tan solo un ejemplo que no tiene nada que ver y que voy a mezclar con uno de mis habituales suspiros.Esta tarde más bien quería referirme como siempre nuevamente a un libro que acabo de leer, que me trae de frente secuelas y consecuencias de un mundo que todavía estoy viviendo hace mucho tiempo y que no era así precisamente el que buscaba. Algo dije el otro día sobre iniciativas, sobre preguntas en lugar de respuestas.

A propósito de una novela de una persona conocida en el mundo de la red, dice su personaje: "(A veces necesito tratar con otras personas, pero al tiempo, rehuyo el contacto físico. Hoy por hoy internet es la solución idónea)” No es cierto, no me ha sido cierto. No eludo ese contacto real, físico, si se tiene que producir he dado ese paso al mismo conservando mi sitio, mis maneras, mi vida. Pero quizá esos otros contactos que cargan las pilas continuamente, que me alimenta donde me falta alimento lo veo de otra manera a como lo he tenido.

Casi utilizando el desacuerdo con esa puerta que me encontraba cerrada estos días -puerta casi propia- necesito no tener que llamar a ninguna, tenerlas todas siempre abiertas, es un modo insistente, muchas veces agobiante pero para mis sones de alarma, necesario. Internet puede acercarte hasta ciertas personas que sabes que te entienden más que tu propia gente, contar cosas que has venido callando, vida que has vivido y que algunos múltiples detalles han pasado desapercibidos.

Y encuentras las víctimas de tus sentimientos, de tus sufrimientos, incluso, cometes casi pecados deshonestos porque sigues llamando a las puertas donde tienes la mejor respuesta que pudieras soñar, pero anhelas aún más: no llamar y que te llamen. No eres ni mejor ni peor en un chat a puerta abierta, quieres que todos tengan los mismos medios que tú tienes, y los utilicen, y se los inventen si hace falta –la técnica no tiene límites, los descubres cada día- te pueden ayudar.

Pero sigues llegando y aunque te siguen respondiendo insistes y pecas, como en un mal evangelio, y sabes otra vez lo que es pasar mal la tarde o la noche o cualquier momento libre. Debe ser un error, un mal planteamiento lo que dice mi novelista amiga, si quieres tratar con otras personas, páralas por la calle, tómalas del brazo aunque no las conozcas igual que haces en la red, intercambia las tarjetas de vista sin tener que concretar las visitas –deberes y obligaciones, ninguno- pero si el pliegue de una boca, una insistencia en la sonrisa, una altura que ni te has fijado en averiguar te dice “algo” ya tienes bastante, no pidas nada más, asume tu papel como el otro día aquí alguien escribía, da todo lo que puedas y no pidas nada a cambio.

Pido perdón por no saber hacerlo y cuando entre estos momentos del verano vuelva a cruzar esa puerta que decía no sé todavía dónde está, la puerta nada menos de un hermano que tiene muy buena pinta, casi de hombre joven, quizá porque supo aprender a vivir sólo, tono tostado, minutos escasos a mi lado, el símbolo de un abrazo pequeño luego, que me diga es que vivo en otro lado, prometo ser mejor que en internet, pedirle menos, devolverle el abrazo y saber otra vez cuál es su calle, su número porque tengo miedo, tengo ya el mismo miedo de estar sintiendo vivir solo y no acabar de contármelo cómo es eso.

A él no le hace falta Internet, ni sabe lo que es eso, ni quiso saberlo.

viernes, 10 de agosto de 2007

Modem de voz y datos


Yo soy un hablador con la voz y la escritura, y la vida anda demostrándome mi error. Ocultar, callar, es dar sentido, mantener lo propio en silencio es una manera de cargarlo de significado. Lo desvelado, lo contado, lo expresado se va volviendo con el tiempo banal al vertirlo fuera. Lo demasiado visible, contado, se vuelve tarde o temprano en demasiado visto, pierde valor.

Vivo con la gente demasiado puertas abiertas, soy contador porque me revienta dentro, tenga o no razón, son mis sucesos, los que puede que ya no tenga tiempo de contarlos luego y es mi forma de expresar sentimientos, gestos de acercamiento, modos de vivir, de vida. Pero voy entendiendo mi error. Mi gente de bien me escucha, sabe que necesito esa ida y vuelta como un modem de voz y datos, pero me suele faltar el retorno, el circuito no se me completa por completo y sólo me ha servido al fin para dejar algo fuera con poca utilidad.

Muy junto con esta idea tengo otra rama de perdedor: cultivo la iniciativa, no me bastan las respuestas, necesito las preguntas, los pasos adelante al mismo tiempo o antes de darlos yo. Me hace falta cultivar mis conocimientos con la sabiduría ajena, no saber quién fue antes, quién alargó la mano previamente, quién va a decir la próxima palabra bella. Viene a ser como en esos correos electrónicos que cabe la posibilidad de responder o de enviar antes. Pues tengo el ordenador lleno de envíos propios, cientos de megas, y junto a ellas todas las respuestas. Me ha pasado siempre y me seguirá pasando porque tengo el ordenador ya viciado. O el viciado soy yo.

Al fin y a la postre todo esto me lleva a la misma ruta que todos buscamos: no haber sido un poco más feliz, no haberme sabido ganar eso que me hacia siempre falta. Necesito el privilegio de estar con la gente, aquí en la ruta de tierra o en esa otra que me inventé un día que iba por unos cables inexistentes, por el aire, por el viento pero yo adiviné, nada menos que lo adiviné que podía ser tan válida como la otra.

Todo debe ser porque me soportaba mal a mí mismo y me sigo soportando igual, eso me temo. No sé todavía lo que me ha pasado con tantas horas leídas y escritas, como dije al principio un exceso de coloquio que acaba siendo monólogo y una espera a que vengan a buscarme pero termina por no venir nadie como necesito, como quiero. Yo tenía que contar mi dolor, pero contándolo no se extingue nunca por completo, sigue siendo dolor. Yo tenía que decir que en plena edad adulta era capaz de sollozar así con las llaves del alma bien abiertas.

Son dos maneras equivocadas de emprender este camino de descanso de esta tarde, me falta coherencia en hacer lo que no debo y mucho menos en pedirlo. En el fondo sólo pretendo seguir viviendo pero con tonos elegidos, exquisitos, porque si cuento una historia propia tiene poder y valor por eso lo hago y si me quedo quieto esperando el envío de lo mejor de alguien, puede que no sepa hacerlo, me anticipo, me convierto antes en respuesta.
Que nadie me haga caso, son cosas de los libros.

jueves, 9 de agosto de 2007

Hechos cotidianos

En muchas ocasiones no le damos valor a hechos cotidianos que se producen en el transcurso de nuestros días. Vienen sin buscarlos, sin llamarlos y pueden constituir instantes de bienestar muy valiosos. La vida es el día, éste momento, no sé lo que me ocurrirá ahora luego pero si es bueno y me satisface tengo casi la obligación de disfrutarlo y de agradecérselo a la vida.

Cada momento que me trae algo distinto, favorable, casi perfecto en su ajuste a mis capacidades receptivas me entra enseguida la imperiosa necesidad de pensarlo, de escribirlo, como de contármelo a mí mismo, antes que a nadie, de sacarlo de mi pensamiento y ponerlo en el papel timbrado de los acontecimientos cotidianos. Porque escribir para mí ya es como amar, se escribe igual que se ama o que se vive, no me queda más alternativa ni escapatoria que pueda resultarme más tolerable y satisfactoria.

Es como la felicidad del instante que se toma un retorno, las razones de los sueños que no necesitan razón, voy así tasando la vida para valorar la mía, experto, como digo, en esos hechos del día que llenan los días. Cuando uno llega a esa edad en que dices esto es lo que hay, tienes que darte cuenta cuando lo que hay es bueno que lo puedes convertir en alimento enamoradizo, en palabras quietas que te gusta escribirlas, en contárselo a los demás, a todos los que te quieren.

Yo busco siempre, entre lo que leo y aquello que escribo una literatura de satisfacciones, mi propia ropa tendida en el patio interior, mis calles, mis voces, la gente que se sabe para siempre mi nombre, que se queda con lo bueno que hice y perdona mis errores. Yo busco y cuento una literatura íntima que parece que no debiera contársela a nadie pero son las únicas actividades que me quedan: que alguien me deje su admiración suelta, que casi lamente no tenerme cerca siempre, que fabrique así mis propias nostalgias por si acaso se vuelven a producir de nuevo los hechos que las motivaron.

Ya sé que tengo a la vista lentitudes que no puedo ocultarle a nadie: miro despacio, en busca de la mágica lentitud de la mirada; camino más lento todavía porque me negaron hace demasiado tiempo que siguiera corriendo; me canso al final del día porque se acaba el día y por eso mi apoyo, mi voluntad de continuar otra vez, otro día, está en la posibilidad de encontrarme y recordar alguno de esos hechos cotidianos que me gustaron, que me devuelvan la capacidad para casi todo otra vez.

He de reconocer que tengo un hito de poner siempre al alcance ajeno, desde mis manos, el regalo de la comunicación, de la amabilidad, de la caricia a punto, del beso de los finales de la tarde; tengo una manera de acercarme para que me sientan simplemente cerca; nunca quiero poner punto final a esa proximidad con alguien; ando rotundamente empeñado que me quieran eternamente porque yo jamás voy a dejar de hacerlo.

La memoria tiene una cierta ventaja, forma la corteza del pasado, pero el instante, el suceso inesperado que acaba de ocurrir y ha proporcionado el alimento de sonreír, de querer que se repita, tiene más valor para los que cultivamos el hoy, su sorpresa, su inevitable envoltura que oculta lo que tiene detrás.

Como cada día tengo una pincelada propia que dibujar, un poema que escribir sin haber sido jamás poeta, hoy quiero únicamente un suceso corriente, una manera única de vivir el día distinta del de ayer, emocionante, única. Me basta cualquier cosa aunque me la proporcione un hecho simple. Ya me encargaré yo de darle empaque, importancia, tono de alcance, casi motivo de un nuevo insomnio por la noche.

lunes, 6 de agosto de 2007

Así de cerca


Así de cerca no me he sentido nunca porque para eso tienen que estar dos personas completamente conmocionadas, tienen que usar la misma terminología, dar una impresión de eternidad infectada, sin retorno, con todas las horas muertas entre los dos, una soledad compartida que no haya manera de dividirla, que deje de ser sólo soledad. Así no me sentí, ni supe averiguar cómo era.

Pienso que es una especie de calma de hechos consumados, de sueños irrepetibles, un compartimiento único donde cada expresión tiene ida y vuelta, la diga uno o la diga otro, dos cuerpos juntos que no tienen derrota, en todo caso perder es perder y basta.

Lo he probado todo, hasta esa teoría de que la mujer se queda con el que llora, me he pasado horas y horas tumbado boca arriba por ver si alguien me aportaba ese noveno grado perfecto y dulce, he malgastado los cinco últimos minutos hablando y escribiendo, me dijeron ¡qué perfectos! Pero en cada caso los borraron, los convirtieron en un gesto de ternura y no era eso, no era eso estar así de cerca.
Lo mío es no querer consecuencias como si fuera a ser una borrachera azarosa, una especie de mezcla de dos mundos que ni necesitan el sabor del primer beso; lo mío es mirar con unos ojos enormes, cósmicos, como si fueran constelaciones enteras y juntos mezclar los cabellos negros, apoyarse en todo y entenderlo todo, utilizar la casualidad de decir te amo como un descubrimiento mutuo, no lo sé, ¡caramba! La rabia que debe dar tener las manos entrelazadas y tener que dejaras sueltas porque quedan pendientes las caricias.

No, así de cerca, nunca: esa especie de droga de sobremesa, de no oponer resistencia nunca, de no separar tampoco las bocas, los alientos, dejar que las palabras del amor lleguen hasta el esternón, eso, eso debe ser abrazarse, no se me ocurre otra definición. En esos abrazos se comparten los misterios, todas las equivocaciones, en ese abrazo se acaba gritando siempre, eso dicen, eso dicen porque jamás he gastado esos abrazos.

Tengo el inútil remordimiento de no haber sabido pedir estar así de cerca, siento la cercanía, tengo miedo como me decían hace poco “de ver la negra espalda del tiempo recordándome que no soy nada, y que cada vez tengo menos tiempo para serlo”. Debe ser eso, que no soy nada, que no fui nada, que no supe alcanzar una cercanía tan cercana, de ser capaz de convertirme en otro tipo de persona, porque ésta gustaba pero no lo suficiente.

A lo mejor es que es necesario morirse con todos los deseos jóvenes, intactos, sin cumplir y yo tengo ese pendiente, de estar tan cerca, de ser para alguien la única persona, la única persona de la tierra, de que esto se trata de un idilio excesivo cuando ya no se usan los idilios. Es obvio que no supe hacerlo, que llegué tarde o lo planteé demasiado pronto.

Recogí infinidad de cariños, de formas dulces de entenderme, pero necesito iniciativas que coincidan, estar escribiendo y que se crucen los correos, las palabras, las maneras que quererse. Basta un banco, mirar a ninguna parte, el escenario es suficiente, se trata de un olor, de un tacto blanco, de terminar sin desperfectos, quizá sea un imposible entre los humanos porque se terminaron esos bancos, esas formar de coincidir diciendo casi idénticas palabras, pero que nadie las haya dicho jamás a nadie, un estreno solemne, una coincidencia así de cerca, casi así de cerca.

Ese es mi protagonismo de hoy, mi insistencia, la última palabra que me trae una imagen, el mar quieto allá en el fondo, mi contacto que siempre produce un sentimiento, la conclusión idónea, que no supe encontrarla jamás.

sábado, 4 de agosto de 2007

Me dejasteis un iPod


Pero os fuisteis y no debisteis hacerlo, me dejasteis con mi música para ver si así me estaba quieto como en un embarcadero donde el estanque azul es mucho más bello, más sereno cuando estáis vosotras. Vinisteis antes que nadie, como si no fuera a venir nadie detrás. Siempre ocurre lo mismo al principio: os calláis, a todas las preguntas la repuesta es ”nada”, pero vais sembrando compañía para no sentirme solo, para no tener que irse a ese cuarto que todos tenemos alquilado, precisamente para eso, para estar solo. No es un apartamento u otro, es cualquier estancia que tiene el mar detrás, es un embarcadero de la vida, cuatro trozos de madera quietos y una playa al lado para bañarse luego.


No, no debisteis de haberos marchado, mira que os lo avisé porque tengo derecho a tener miedo, a no poder deciros una vez hasta luego. Fijaros, ya habíamos establecido una forma de entendernos y para eso muchas veces no hacen falta las palabras, sobra con las miradas. Estabais por la terraza o por la casa, no recuerdo lo que llevabais puesto, cualquier cosa, pero estabais. Ahora no me queda más que ratos de silencio, algún libro que me olvidaba a veces en cuando estábamos juntos, y ese iPod, ese aparatito que me regalasteis y me disteis alguna clase de cómo utilizarlo.


Allí pasé 189 canciones que yo tenía almacenadas porque me las habían enviado, para poder escucharlas con esa máquina tan pequeña para mis ratos de estar quieto y solo. Ya sabéis que necesito estar demasiado quieto. Antes de iros hasta tuve que preguntarle a ese chico tan alto con su belleza indígena, con su manera de no hacer nada que no le guste en ese momento que alguien se lo reclama, unas instrucciones que no venían en las instrucciones; hasta al iros aprovechó ese rato del abrazo para ofrecerse como experto, ”si necesitas algo del iPod, me llamas”.


Con vosotras empleé un abrazo como para cualquier otra cosa: para deciros adiós sin tener que decíroslo, para estar más o menos seguro de cuándo volveremos a hablar de “nada”, para daros las gracias con un gesto, con la manera de poner las manos porque hay muchas formas de abrazarse pero sólo hay una verdadera, la que deja los restos que siempre quedan cuando hubo un modo de crear una insistencia que a la vez es una convivencia sin enterarse casi, cuatro cosas que se dicen comiendo, una risa suelta, cómo me poníais los platos más cerca, notaros a mi lado comiendo.

Todo eso y muchas más cosas hemos estado viviendo sin que que yo quisiera saber que era sólo un rato, un rato me parecieron todos y cada uno de los días cuando os fuisteis ayer y no encontré otra manera de deciros adiós que asegurar rotundamente que os quiero. Tener esos recuerdos: el roce del abrazo, las veces que os reíais de verme ya sentado esperando la cena porque mi horario empezaba antes, porque yo es que tengo a veces prisa por si acaso se acaba lo que tiene que acabarse y no debe acabarse.

Prometerme una cosa: venir muy pronto a verme aunque al principio nunca me digáis “nada”, venir muy pronto a verme. Yo dejaré los auriculares de esa música vieja que nunca se hace vieja sin que ni tan siquiera haga falta para veros, para sentiros de nuevo cerca, para entrecruzar las manos como hemos hecho a veces estos días, para tener el mar por testigo cerca, confirmar que ya no sois niñas, sino mujeres con un hombre alto al lado que os protege porque jugáis insistentemente con él; para quedar de acuerdo que la próxima vez no me vais a dejar un iPod entre las manos, sino esas vuestras que entrecruzábamo ya que no vais a marcharos, ya que no vais a marcharos otra vez.